29.11.07

Homero y la filosofía incipiente



Resulta inaceptable tratar la evolución y la historia (a fin de cuentas, el mismo concepto) del pensamiento filosófico, como venimos haciendo en estas páginas, sin prestar al menos una superficial atención a los moldes que sustentaron dicho pensamiento. Es decir, por ejemplo en el caso de los presocráticos, que son considerados como el punto de partida de la filosofía occidental, es imposible suponer que sus reflexiones parten de cero, sin ninguna valoración de lo intelectualmente anterior. Para que la filosofía tomara la forma que conocemos hoy precisó de un germen mítico, pero igualmente reflexivo, que tuvo sus raíces en los pensadores previos a la Escuela de Mileto. Vimos ya el baconismo, importante pilar para el florecimiento filosófico ulterior, y en breve tratamemos a Hesíodo, otro de los grandes poetas-educadores del mundo griego. Hoy, sin embargo, destacaremos a Homero.

De Homero (s. VIII antes de Cristo) se ha discutido casi todo; desde su existencia real a la autoría de sus obras. Posiblemente nació es Esmirnia en 725 a. de Cristo y se le atribuyen los poemas la Odisea y la Ilíada. Quizá no exista en toda la historia de la literatura otro poeta a quien se le haya admirado y reverenciado tanto como Homero, geográfica y temporalmente.

Homero fue un poeta singular, un creador al mismo tiempo que un sistematizador capaz de dar unidad y forma literaria a los relatos, la mayoría orales, que en Grecia se conocían desde siglos atrás. Sus obras recogen sucesos turbulentos, como la caída de Troya ante los aqueos o el viaje de vuelta a su casa, hasta Ítaca, de uno de los guerreros, Ulises. La particularidad más interesante ahora de la Odisea y la Ilíada es, más allá de la calidad literaria, la coherencia o la emoción que sus páginas desprenden, el hecho de que Ulises se dedicara a reflexionar sobre las cuestiones y sucesos que en ellas acontecen, ofreciendo además una explicación sobre los mismos. Si bien no es posible hablar de un marco conceptual de pensamiento, sí que se observan ciertas pautas generales que intentan razonar, dentro del ámbito literario, por qué motivo los hechos suceden como lo han hecho.

A este respecto, por ejemplo, Homero brinda diferentes explicaciones. Las cosas pueden haber sucedido de la forma en que lo han hecho por varios motivos: en primer lugar, puede deberse a los "vicios del hombre", como Zeus proclama, a sus defectos y carencias, pero también se puede deber a la acción y voluntad de los mismos dioses, tanto genérica como particularmente en la figura del propio Zeus. Por otra parte, quizá el responsable del devenir sea un impersonal "Destino", fatídico e inapelable, o quizá todo se reduzca a los ritmos naturales del cosmos, a sus ciclos de inicio y fin: al igual que un árbol pierde sus hojas para que puedan rebrotarle posteriormente, "una generación florece y otra se aproxima a su fin".

Los poemas de Homero presentan algunas particularidades, las cuales permiten separarlos temática y estilísticamente de otros pertenecientes a diferentes pueblos y civilizaciones:

-En primer lugar, rechazan una descripción minuciosa de lo grotesco o amorfo, de lo monstruoso. Esto implica que Homero privilegia la literatura dotada de un sentido de la armonía y la proporción sobre la meramente fantástica o morbosa.

-Como hemos dicho, la acción literaria investiga las causas de los hechos descritos. Es decir, según W. Jaeger, se concibe que a cada acontecimiento le corresponde una motivación psicológica. Tal proceder dispone el terreno en el que se moverán más tarde las especulaciones y meditaciones de la filosofía presocrática, que la llevará a hallar el “por qué” último de todas las cosas.

-Finalmente, hay una voluntad de representar la realidad como un todo, aun si pertenece todavía a la forma mítica. En palabras de Jaeger, "La realidad presentada en su totalidad: el pensamiento filosófico la presenta de forma racional, mientras que la épica la presenta de forma mítica".

Todo esto señala hacia una clara intención educadora en Homero. Sus dos poemas, recitados o cantados, solían enseñarse en las escuelas a los muchachos griegos, pero su intención no era puramente histórica; es decir, Homero no trataba, tan sólo, de enseñar, de describir a los jóvenes cuál había sido su pasado, sino, más bien, el poeta trataba de convertir las hazañas de los héroes en ideales que cabía imitar: valores como el decoro, las buenas maneras, la nobleza de las costumbres, etc. Las siguientes eran algunas de las particularidades de las enseñanzas homéricas:

1) Aunque exista un profundo respeto por el pasado, por la historia y los dioses y sus vicisitudes, lo que debe destacarse es el mundo de los hombres. No se ufana Homero tan sólo en describir imaginativamente lo sobrenatural y terrorífico, y los hechos y victorias propias de los dioses. También el hombre importa, así como los problemas humanos (el mal y su origen, o las causas de las cosas, según hemos visto).

2) Todo hombre es mortal, y tal condición es irrechazable, digna e incluso deseable. La vida es maravillosa pese a su finitud, o quizá debido a ello. No necesitamos más mundo que el que vivimos ahora. Nuestra condición humana implica un tiempo y un límite, más allá del cual sólo los dioses y el cielo permanecen. La inmortalidad divina no debe mover el ansia del hombre: sólo su propia finitud debe hacerlo.

3) Lo recogido en los poemas, en las tradiciones, son una Memoria de inspiración divina, pero tal memoria carece de utilidad si el humán no se esfuerza por sí mismo, y trata de comprender y aprender de lo que le rodea. No hay contradicción o impedimento en conciliar la fe en los dioses y el espíritu de descubrimiento e indagación en pos de los secretos del mundo, o al menos aquélla no supone un obstáculo insalvable para esto.

4) La obra de Homero se dirige, fundamentalmente, a la nobleza, a la clase aristocrática. El pueblo aún se mantiene en las afueras de la virtud, no participa de la areté puesto que el combate, la lucha en busca del honor y la gloria son características genuinamente de clases elevadas. Aunque hay pasajes que parecen valorar más el ingenio y la inteligencia que los escudos o las lanzas, lo cierto es que el pueblo queda excluido de los cánticos de alabanza: únicamente la nobleza merece reconocimiento.

Por ello, las claves pedagógicas de los poemas homéricos podrían ser: valor, emoción, inteligencia y virtud. Son éstas las bases con la que se lleva a cabo la educación de la sociedad griega en tiempos de Homero. Sin ellas, y con las reflexiones adycentes que suscitaron paralelamente, es muy posible que la filosofía, como tal, no existiera. Porque Homero tuvo la valentía, no sólo de entretener y formar históricamente a sus ciudadanos, sino además, de iniciarlos en el sendero del pensamiento reflexivo, un pensamiento por supuesto aún lejos de la sistematización y agudeza posterior. Pero fue este sencillo e ingenioso modo de insertar el examen de las cuestiones humanas en la literatura la que permitiría, siglos más tarde y en similares orillas, la aparición del pensamiento racional y crítico con el mundo y nosotros mismos.

22.11.07

Pericles y la democracia de Atenas



Pericles, que vivió entre 495 y 429 antes de Cristo, fue uno de los más importantes políticos y oradores atenienses. Su ingenio permitió a esta ciudad griega erigirse como un motor cultural único a la hora de producir las más variadas y logradas obras, ya fuera en el terreno político, filosófico (con los ejemplos de Sócrates y Platón), artístico o histórico. Su impulso constante a las letras y a los monumentos y la mejora incansable en la calidad de vida de los habitantes de Atenas hicieron de esta ciudad un semillero increíble de creación y originalidad, como nunca hasta entonces, ni después, se ha visto, sobretodo considerando la escasa población de la capital griega.

Para entender por qué apareció la sofística y la posterior reacción a ella de Sócrates y Platón es necesario aproximarnos a Pericles, a sus actuaciones democráticas en Atenas y su ímpetu cultural. Desde tiempo atrás, casi por naturaleza, la posibilidad de alcanzar la virtud, es decir, la excelencia de una vida plena y digna, se reservaba a las clases aristocráticas, dado que los plebeyos carecían de tiempo y no se consideraban aptos para alcanzarla. Pero Pericles cambió esta circunstancia instaurando un sistema de sorteo para el arcontado (una forma de gobierno en la cual el poder descansaba en nueve jefes, los arcontes, a quienes se cambiaba todos los años por elección), así como para los funcionarios. De hecho, toda magistratura no especializada seguirán este tipo de sorteo, por lo que los cargos vitalicios estarían sujeto a ser depuestos, incluido el del mismo Pericles. Así, casi todo ciudadano (casi todo, porque los esclavos y mujeres estaban al margen) podía, por sí mismo, acceder a un puesto de este tipo, valorándose sus aptitudes en detrimiento de sus orígenes o ascendencia. Además, se retribuía por los servicios prestados a la polis, decisión que, como vimos, Platón criticó posteriormente a los sofistas en relación a la filosofía. Pero la idea que subyace a esta determinación no es tanto, por supuesto, envilecer la propia filosofía, sino ofrecer la posibilidad de que todos, no sólo unos pocos privilegiados, la enseñen y abarque, así, un mayor horizonte. Con esto, como señala C.M. Bowra, "Pericles completó el proceso de democratización e hizo que Atenas reclutase a sus servidores en una extensión mayor y los recompensase por sus servicios" ('La Atenas de Pericles', Alianza, 1979)

Así, la idea de Pericles era que los pobres, por el hecho de serlo, no se vieran impedidos de participiar en la vida política activa. Sorprende que la palabra democracia estuviera tan literalmente aplicada en la Atenas clásica. Porque la facultad popular de gobierno no quedaba en manos de unos representates electos, sino que el mismo pueblo el que ejercía el poder. Por lo tanto, la asamblea popular, la institución más relevante, constituida por todos los ciudadanos, era soberana, y su poder y radio de acción no estaba limitado por nada: esto significa que aquel que mejor dominara el arte de la persuasión, el que mejor hablara, entusiasmara o agradara a la audencia era el que podía llevar el mando político de la ciudad. Y en este terreno, por supuesto, los sofistas, artistas de la palabra y la capacidad para convencer, tenían las de ganar, otro punto que relaciona la democracia ateniense con la filosofía.

En épocas de paz, el pueblo (démos) estaba sujeto a las órdenes y mandatos del señor, al que servían fabricándole instrumentos y utensilios o cosechando sus campos. Sin embargo, en la guerra de poco servían las ayudas de los poetas o el enfrentamiento personal: era imprescindible la unión, la agrupación de cuántos más griegos mejor. En estas circunstancias el démos era quien mandaba, el que llevaba las riendas, por lo que las ordenanzas aristocráticas perdían su relevancia. Esta condición, a su vez, exigía la isonomía (es decir, la igualdad de todos ante la ley, símbolo de la democracia teórica) y la isegoría (el derecho a la palabra, a su acceso y uso público). En la Oración Fúnebre, recogida por Tucídides en su Historia de la Guerra del Peloponeso, leemos un conciso resumen de las medidas políticas y sociales de Pericles : "nuestra política no copia las leyes de los países vecinos, sino que somos la imagen que otros imitan. Se llama democracia, porque no sólo unos pocos sino unos muchos pueden gobernar. Si observamos las leyes, aportan justicia por igual a todos en sus disputas privadas; por el nivel social, el avance en la vida pública depende de la reputación y la capacidad, no estando permitido que las consideraciones de clase interfieran con el mérito. Tampoco la pobreza interfiere, puesto que si un hombre puede servir al estado, no se le rechaza por la oscuridad de su condición." Esto significa que ser ciudadano de Atenas era tener ya una función a realizar: había que comprometerse ante las circunstancias de la ciudad donde se vivía, actuar, mandar o ser mandado, no permanecer de brazos cruzados a la espera de que otros lleven a cabo sus propias acciones, "pues somos [los atenienses] los únicos que consideramos no hombre pacífico, sino inútil, al que nada participa en ella [la actividad pública].

Por otra parte, una particularidad que define la democracia de Pericles es, por supuesto, la libertad. Pero no debe entenderse ésta como el privilegio de hacer lo que nos venga en gana, ya que se trata de un estatuto con dos extremos bien complementarios: de una parte, hay que ser libre en relación a toda exigencia o imposición personal, y por otra, cabe obedecer a las leyes generales. Es decir, todo ciudadano queda liberado de las sujeciones a otros ciudadanos o grupos al formar parte de la polis, pero al mismo tiempo debe ser libre "sujeto a la misma ley".

Sin embargo, Pericles llevó a cabo también un conjunto de reformar o reinterpretaciones en el campo, mucho más peligroso, de la religión. Peligroso por lo que ya se vio en relación a Protágoras, a quien se acusó de impiedad algo más de una década después de la muerte de Pericles. Éste tuvo la osadía de considerar, casi laicamente, a los dioses: esto es, para él los dioses no eran una creencia, sino una conjetura, pues se los consideraba en virtud de un consenso general; no cabía temerlos, pues los dioses son los que hacen el bien; y se les podía entender, tal y como hacían los materialistas, como abstracciones de las virtudes... . O sea, una serie de ataques, más o menos encubiertos, hacia la religión tradicional, ataques que señalan también la conformidad de Pericles con ideas sofistas, como las del propio Protágoras.

Esto tuvo consecuencias, no podía ser de otra manera, en las estrechas y aún piadosas mentes de la aristocracia y clase media ateniense: por mayoría decidieron aprobar una ley que autorizaba a acusar de impiedad a todo aquel que no creyera en la religión y, en cambio, se dedicara a enseñar "astronomía". Más radicalmente, incluso, se podía penar a todo aquel que no demostrase veneración a los dioses. Esto cogió casi por sorpresa a Anaxágoras, de quien fue alumno el mismo Pericles en su juventud, y la propia compañera de Pericles, Aspasia de Mileto, que fue acusada de corromper a las mujeres atenienses (al parecer, porque regentaba un burdel), aunque el líder ateniense pudo salvarla. Este tipo de leyes fueron cada vez más habituales y cruentas, hasta que cristalizaron en la pena de muerte pedida a Sócrates, justo al inicio del siglo IV antes de Cristo.

Con ello, naturalmente, si bien el prestigio de Atenas se mantuvo durante varios siglos más, el anhelo ilustrado de Pericles acabó definitivamente ahogado; no pudo pues hacer nada cuando, en 430 antes de Cristo, sus enemigos lo depusieron del poder y arrebataron el generalato. Unos meses más tarde Pericles moriría víctima de una epidemia (seguramente fiebre tifoidea, según se piensa actualmente). En su Oración Fúnebre, Tucídides se lamenta finalmente por la desaparición de Pericles, pero aún llora más por la pérdida de una ciudad, Atenas, que iniciaría así una lenta decadencia, tras la época de extraordinaria grandeza que el líder ateniense supo inspirar.

16.11.07

Personas e identidades

Una de las cuestiones más importantes de la metafísica, y a la que han ido ofreciendo explicaciones filósofos de todas las épocas, es el problema de la definición de la personalidad. Aún hoy la metafísica se interesa, en lo que constituye su asunto principal, por la identidad humana, esto es, qué es aquello que nos convierte en seres humanos. Hay, en efecto, muchas propuestas al respecto (las cuales trataremos en próximos apuntes); sin embargo, planteemos hoy el problema más genéricamente.

Parece evidente que los seres humanos somos personas, pero, ¿somos la misma persona a lo largo de nuestra vida? Esto es, ¿soy yo la misma persona que ayer, o que hace diez años, o la que será dentro de décadas? Es más, ¿cuál o cuáles cualidades nos definen como cierta persona tanto hoy como ayer? Esto es un punto de partida importante, puesto que si no somos capaces de saber cuáles son esos aspectos tan propios a nosotros mismos que nos conforman como somos, entonces quizá ni siquiera sepamos qué nos permite ser una persona.

Estas preguntas son interesantes. Lógicamente, desde una perspectiva absoluta no somos los mismos hoy que ayer, ni hace cinco años, pues hemos sufrido una serie de cambios, no sólo físicos, sino también de pensamientos o sentimientos. Pero ¿hay algo que perdure, un sustrato humano particular a cada uno de nosotros que permanezca inmutable a lo largo del tiempo, un yo individual, una identidad específica que me haga ser como soy más allá de los cambios que sufro en el transcurso de los años? Aquí podemos, por supuesto, esperar dos respuestas.

Primero, que en efecto tal identidad específica existe, la cual perdura en el tiempo y nos define a cada uno como somos. Nuestro cuerpo y nuestra mente podrán cambiar, transformarse incluso radicalmente, pero seguiremos siendo nosotros. Esto es consoladoramente agradable, pero la otra posibilidad es que no haya tal específica identidad inmutable. Si esto es así, nuestro yo de hace días o años era un agregado de rasgos humanos muy diferente al actual; es más, a cada instante vive una nueva combinación de dichos rasgos, que muta con el paso de los segundos. En otras palabras, si esto es verdad no hay un yo, no hay ninguna esencia particular que te defina y precise tal cual eres, porque los cambios a los que estamos expuestos son instantáneos y constantes, lo que imposibilita nuestra definición global como personas allende el tiempo. Si no hay nada común a nosotros que perdure, entonces mi yo real de este mismo instante tal vez tampoco exista, y sólo se trate de un agregado de atributos destinado a perecer al instante siguiente.

Estas asunciones tienen consecuencias curiosas y sorprendentes, y también algo preocupantes. Si lo que tú eras hace un tiempo eras, efectivamente, tú mismo, y lo que eres hoy es, digamos, tan diferente de lo anterior que constituye otra persona distinta (porque muchas propiedades han cambiado), entonces tu yo actual no existe. Pero, también al contrario, si crees que tu yo actual es lo suficientemente diferente al antiguo que es una persona distinta, entonces tú no llegaste a existir jamás en el pasado.

Esto es, supongamos que cuando éramos niños poseíamos un conjunto específico de propiedades, y que en la actualidad, al ser adultos, poseemos otro conjunto específico. Si yo era entonces el niño, y dado que si el mero hecho de existir una importante diferencia cualitativa entre mi-yo-de-entonces y mi-yo-de-ahora soslaya el que esté presente una sola persona, entonces en realidad nunca llegué a ser adulto; no existo como adulto. De igual forma, si soy ahora, y si existe una diferencia importante en las cualidades de dos conjuntos de propiedades que evita la presencia de una sola persona, entonces nunca fui un niño; no habría existido entonces como tal. La conclusión es que no existe niño alguno que sea la misma persona que es de adulto.

Son éstas aseveraciones singularmente atractivas y provocativas, pero sea como fuere, aquí estamos; somos hoy algo que no existía ayer, aunque no quepa duda de que existimos cuando niños, y que también existimos ahora, si bien no podamos (por el momento) definir, especificar o señalar qué nos hace como somos. Las preguntas y cuestiones anteriores remiten, tal vez, a una incapacidad natural del lenguaje (o del pensamiento, o ambas cosas) a ofrecer una descripción concreta de lo que es un ser humano a través del tiempo y cómo y en qué se diferencia de los demás. O quizá sí haya una forma de aproximarnos a estas cuestiones conceptualmente y obtener alguna respuesta. Descartes, el gran racionalista, ofreció una, así como Locke y algún otro empirista británico. Por supuesto, en sucesivas entregas (tal vez aún lejanas en el tiempo)analizaremos estas y otras metafísicas que tratan de bridar una respuesta a este complejo y trascendente problema, pero que resulta de vital importancia para desentrañar el misterio de qué son los seres humanos, en conjunto, y cada uno de nosotros, particularmente.

9.11.07

La experiencia filosófica

Vimos en un apunte anterior la necesidad humana de filosofar y de dónde brotaba esa apetito. Se arraiga en nuestro ser, forma parte de lo que entedemos por naturaleza humana. Es más, quizá sea el filosofar mismo lo que nos haga humanos y distinga de las bestias, porque al hacerlo nos situamos, no sólo en un plano racional al que éstas no tienen acceso (por lo que sabemos), sino que llegamos a la frontera mismo del intelecto, de las capacidades mentales. Hacer filosofía es, pues, alcanzar el límite humano de lo inteligible.

Pero, este hacer filosofía, ¿cómo se experimenta, cuáles son sus cualidades y propiedades? La experiencia filosófica, naturalmente, es distinta de otro tipo de experiencias que vivimos en las demás situaciones humanas: por ejemplo, la experiencia artística es de un cariz muy diferente a la filosófica, aunque pueden relacionarse por ser ambas, más allá de sus singularidades, el resultado de una actividad (visual una, mental la otra) intelectual. Sabemos que la expresión "experiencia" nos remite a un saber que es resultado de efectuar actos específicos con cierta frecuencia. Decimos que sabemos "por experiencia" tal cosa cuando hemos descubierto qué consecuencia trae o se deriva al experimentarla o vivirla. Pero esta definición, que semeja una especie de conocimiento práctico, se aplica en un sentido usual; ¿cuál es su sentido en relación a la actividad filosófica?

Podemos diferenciar no menos de cinco acepciones distintas de la palabra 'experiencia' relativa a la filosofía:

1) En primer lugar, podemos entender la experiencia como un modo concreto de saber producto de de recibir una impresión particular. Dado que percibimos la realidad, o lo que llamamos tal, como una certidumbre absoluta, tendemos a denominar "experiencia" a todo aquel saber que proviene de nuestros sentidos. Ahora bien, aquí se plantean algunas incógnitas. Por ejemplo, un problema fundamental es que si aceptamos este tipo de experiencia como una fuente de conocimiento, nos olvidamos de que los sentidos son percepción, y por tal, están sujetos a la inmediatez del momento y lugar en que nuestro organismo los emplea. En otras palabras, la percepción lo es de algo singular y subjetivo a partir de la actividad consciente del individuo. No obstante, el evidente éxito de la ciencia, basado en el método experimental (que consiste en observar y experimentar los fenómenos naturales para confirmar o invalidar las teorías o hipótesis), nos recuerda que, al menos en las ciencias empíricas, la experiencia producto de las impresiones sensoriales juega un papel vital para determinar la verdad de sus proposiciones.

2) Otra propiedad o acepción es relativa a considerar la experiencia, siempre, como un hecho que está más allá de la inmediatez en tiempo y espacio. Es decir, lo experimentado no debe constituir un suceso fugaz o caduco, sino que debe permanecer estable, pues de otro modo no podría enriquecer el conocimiento al tratarse de un fenómeno o una percepción específica.

3) En tercer lugar, ninguna experiencia es irreducible ni a la dimensión objetiva, por una parte, ni a lo propiamente subjetiva, por otra. De esta manera, la experiencia nos permite aproximar la relación entre ambas dimensiones. En concreto, se trata de seguir manteniendo, como señala Ferrater Mora, "la idea de que el conocimiento es conocimiento poseído por sujetos", pero que este conocimiento no es válido para cada uno de ellos, sino que es objetivo en sí mismo. Por lo tanto, la experiencia proporciona un marco intersubjetivo, el cual es "como un puente tendido entre la pura subjetividad y la pura objetividad".

4) Una cuarta acepción entiende experiencia como conocimiento, y ello por varios motivos. Por ejemplo, en base a la experiencia el hombre es consciente del valor de la misma experiencia, ya que descubre que le ofrece certezas sobre las cosas. Por otra parte, la experiencia es conocimiento ontológico, es decir, que sitúa al hombre en contacto con el ser, puesto que supone una experiencia de algo, sea o no algo físico o natural.

5) Por último, hay dos tipos fundamentales de experiencias: internas o externas. La primera se liga al propio sujeto que tiene la experimenta, mientras que la segunda se orienta hacia lo que no constituye dicho sujeto. Sin embargo, no existe una experiencia puramente interna o externa, puesto que el hombre sólo se percibe a sí mismo, "por la reflexión sobre sus actos intencionales, o sea, sobre sus actos en cuanto ellos se dirigen a otra cosa distinta del acto mismo. Ello hace imposible una experiencia exclusivamente interna. A su vez, el hombre no percibe lo externo a sí mismo, sino como un acto suyo consciente, lo que lleva aparejada la conciencia de sí mismo en toda experiencia interna".

Todas estas descripciones de la experiencia filosófica nos llevan a entender a la misma filosofía como el vehículo necesario para que nos abra un horizonte, una perspectiva de experiencias mucho más amplia que la suscitada por las nuestras. Toda experiencia filosófica es igualmente útil y válida, dado que nos ofrece la posibilidad de replantear las nuestras, tanto si tienen que ver con el ser, con la sociedad, la moral, la libertad, etc. Esto significa que todo filosofar debe ser personal y actual, esto es, será una reflexión orientada hacia los problemas actuales vistos desde un plano propio, aunque no limitado a lo subjetivo. Pero para conseguirlo hay que echar la vista atrás y tratar de entender la actualidad por medio de las filosofías del pasado. En efecto, no existe disyuntiva entre tradición y contemporaneidad, pues la filosofía del presente sería vacua sin el retorno a la anterior y ésta sería inoperante e inútil si no existiera la expeculación de hoy.

La filosofía no es distinta o está desligada a nuestra experiencia personal. Los problemas y preguntas a los que hacemos frente como seres humanos, en concreto aquellos que instan a cuestionarnos a nosotros mismos, al mundo y a nuestras comunes relaciones, nos conducen a la filosofía y a experimentarla. La filosofía empieza a tomar parte en nuestra vida cuando ya no sólo percibimos al mundo y los demás, sino que los experimentamos, cuando al reflexionar sobre lo experimentado, replanteándonos y alejándonos de ello, la filosofía nos invita a interpretar de nuevo lo vivido, bajo una nueva luz. Así pues, toda filosofía no es más que una reflexión, un pensamiento, sobre las personales y singulares experiencias humanas.

6.11.07

Budismo; Tercera y Cuarta Noble Verdad

Concluimos con este apunte la serie dedicada al fundamento de la doctrina budista, las Cuatro Nobles Verdades, de las que hemos analizado las dos primeras en anteriores notas (ver índice al final del post).

El núcleo de la Tercera Noble Verdad radica en la esperanza de que el sufrimiento, causante en última instancia de la infelicidad del ser humano, pueda ser eliminado. Hay, en efecto, un modo de hacerlo, obvio si atenemos al hecho de que el sufrimiento está ligado a la existencia; hay que liberarse del ciclo perpetuo de existencias, de muertes y reencarnaciones sin fin al que nos sujeta la rueda del Dharma. Si bien el vocablo tiene muchos matices, esta liberación es generalmente lo que se demonina el Nirvanâ.

Resulta dificil en extremo responder, sin embargo, a la cuestión de qué es el Nirvanâ, toda vez que el Buddha no legó gran cosa acerca de lo que representaba. Algunos estudiosos, tal vez abusando de su percepción occidental, han equiparado Nirvanâ con la idea de "aniquilación", porque es una manera coherente y fácil de comprender el problema. Aniquilación es un dejar de existir físico, un abandono de todo ser en sí mismo. Y, no obstante, resulta equivocado querer equiparar tal aniquilación con el espíritu original del significado del Nirvanâ. Porque, como parece, dicha palabra hace referencia más bien, según H. T. Colebrook, a un estado de "calma profunda, una situación de felicidad tranquila y sin intromisiones", o si se quiere, un éxtasis completo.

Y este estado de felicidad y dicha inigualables se debe a la fusión, o absorción, del uno, del individuo, con el Absoluto, extremo al que se llega en el Nirvanâ. Así pues, no es exactamente que nuestro yo resulte destruido y aniquilado, sino que pasamos a formar parte del todo, de lo Absoluto. En realidad, poco importa la definición que demos a Nirvanâ, porque en todo caso se trata de una experiencia que se halla más allá de todo razonamiento; a la razón le es inalcanzable comprenderla, pues se halla fuera de toda razón y ésta no puede, pues, experimentarla. Lo cual supone, también, que no podamos hablar de ella, referirnos a ella de manera fiel o cercana, puesto que ¿cómo va el lenguaje, producto de nuestro intelecto, a dar fe de algo que se halla fuera de los límites de éste?

Bien, recapitulemos. Sabemos que, en esta realidad, todo es sufrimiento (Primera Noble Verdad). Sabemos, asimismo, que la causa del sufrimiento es el anhelo de vivir (Segunda Noble Verdad). Y conocemos, también, que existe la posibilidad de salvarnos, de expelir fuera de nosotros mismos el sufrimiento, la enfermedad, mediante la liberación o Nirvanâ (Tercera Noble Verdad). La Cuarta Noble Verdad, y última, nos señala el camino a seguir, la salvación definitiva que nos librará de toda pena y padecimiento. Para ello hay que experimentar y transitar por el llamado "Noble Sendero Óctuple". Ocho son, por supuesto, los elementos, hechos o factores que lo integran, que pueden ser escindidos en tres grupos principales:

1) Grupo de la Sabiduría. Consta de dos elementos, a saber: el recto entendimiento, compuesto por la comprensión intelectual y, en parte, experimental, a las que se llega por medio de las Cuatro Nobles Verdades; y el recto pensamiento, formado por ideas y sentimientos de buena voluntad, de respeto y compasión ante los demás, así como las intenciones de desapego y renuncia, básicas para el fin de la liberación.

2) Grupo de la Conducta Ética. Formado por tres elementos: Recta palabra, es decir, hablar sincera y honestamente, sin verter mentiras o calumnias, y en general, hacerlo de forma que no se inste a la enemistad o el conflicto. También cabe abstenerse de chismorrear y conversar sin sentido o sólo por hablar; Recta acción, o sea, no robar ni actuar maliciosa o indecorosamente, ni por supuesto matar o herir a alguien; Recto sustentamiento, que supone abandonar hábitos dañinos o equivocados que suponen un lastre para los demás.

3) Grupo de la Disciplina Mental. Consta de otros tres factores: Recto esfuerzo, orientado hacia la producción constante de buenos pensamientos, saludables para nosotros mismos y los otros; Recta atención, o sea, ser atento a las necesidades del cuerpo, a sensaciones y emociones y a las actividades mentales; el último de estos elementos es la recta concentración, representativo de la meditación budista.

Todos estos ocho elementos no son independientes y no hay que seguirlos unos tras otros. Al contrario, se hallan estrechamente relacionados, de forma que cabe realizarlos conjunta y constantemente, si bien esto sólo es posible tras mucho esfuerzo, y supone el máximo logro que las enseñanzas budistas pueden aportar.

El budismo apareció, como ya hemos indicado, hacia el siglo VI antes de Cristo, momento de especial importancia y que coincide con el florecimiento de la filosofía griega presocrática. El mundo, para nosotros, es efímero, indiferente, generador de sufrimiento y destinado a una lenta agonía (casi todas estas particularidades especificadas por el Buddha, asombrosamente, nos las ha revelado también la ciencia astrofísica actual). La salvación que nos ofrece el Óctuple Noble Sendero supone una anexión, pero sin desaparición, hacia un Absoluto, un momento de fusión completa con el vacío, para de esta forma dejar atrás el sufrimiento y poder alcanzar la liberación total.

Tal vez la característica más razonable y humana del budismo es que permita llegar hasta ese extremo sin un credo, un ritual o una magia específica, brindada por un dios omnipotente al que hay que alabar de continuo con ofrendas o plegarias. Por el contrario, el budismo no es más que un camino personal, al que todos podemos acceder y recorrer, únicamente auxiliados por nuestra voluntad y sacrificio. No tendremos una palabra amable, una mano en nuestro hombro o una ayuda externa y divina. Tan sólo contamos con nuestros propios ánimos y estímulos, y en nuestro patear constante, en ese perigrinar sin fin hacia la perfección, quizá nos encontremos con nuestra meta ulterior, la de sembrar amor por el mundo, por nosotros, y por todo cuánto vive a nuestro alrededor. Ése puede ser, posiblemente, el objetivo final y definitivo de toda auténtica religión.

Serie sobre el Budismo:

Una breve introducción
Primera Noble Verdad (I)
Primera Noble Verdad (I)
Segunda Noble Verdad

2.11.07

La metafísica de Platón



(Serie dedicada a los 'Diálogos' de Platón [en preparación])

Aristocles, posteriormente llamado Platón (el de las anchas espaldas, 427-347 antes de Cristo), fue quizá el más importante filósofo de la historia. En variedad, calidad y originalidad, no hay posiblemente ningún otro pensador que le iguale, y no parece probable que nazca, en el futuro, nadie como él. De Platón ya hemos comentado algo en estas páginas en cuanto a su comunidad utópica, así como también por lo que respecta al conocimiento y la necesidad de los mitos. Hoy nos centraremos en su metafísica, es decir, en la conocida "Teoría de las Ideas", de forma muy breve y sintética.

En nuestra búsqueda de conocimiento sobre el mundo natural deberíamos, pensaba Platón, tropezar con dificultades insalvables, puesto que si el mundo físico se halla en un continuo flujo (el devenir de Heráclito, con el que estaba de acuerdo Platón) y el saber de la realidad, o al menos su definición, es únicamente aplicable a aquello que permanece, de alguna manera, estable y sin modificación, entonces ¿cómo logramos dicho conocimiento, tales definiciones, que a todas luces poseemos? Este es el punto del que parte Platón para explicarnos su metafísica.

Platón arguyó que era posible porque, más allá de los seres y sus diferencias (las cuales permiten, naturalmente, definirlos), hay una configuración especial, una suerte de molde inmaterial o "idea" que permite identificarlos, sin confundir una liebre de un ser humano o un rayo de un libro. Así, aunque yo pueda morir y desaparecer de este mundo, existe un modelo inteligible de mi persona, mi propia causa formal, que me sobrevive y pervive. Este modelo es eterno e invariable; de hecho, tal modelo es lo único verdaderamente eterno e inmutable. Los distintos principios a los que recurrieron los presocráticos con anterioridad para describir y explicar cómo se formó nuestro mundo carecen de tales atributos, porque no son más que copias de lo verdaderamente existente, esto es, las ideas inmateriales. En otras palabras, lo eterno no es el mundo físico o lo que contiene, sino las ideas a cuya imagen está construido.

Ahora bien, especifiquemos a qué nos referimos al hablar de 'ideas'. Hay que distinguir nuestras propias ideas mentales de las ideas que son las causas metafísicas del mundo sensible. Éstas últimas se hallan más allá de lo humano, subsisten en otro plano, en otra esfera, si se quiere, en el mundo de las ideas. Y es imitando o copiando los modelos inmateriales (o ideas), pues, como el mundo físico ha sido constituido por parte del Demiurgo. De este modo, la realidad suprasensible formada por las ideas es la causa última de todo lo que existe y percibimos. Desde las estrellas a los átomos, cualquier objeto físico o proceso mental tiene su procedencia en el mundo de las ideas.

Esto tiene unas implicaciones muy profundas en nuestro entendimiento del mundo. Necesitamos una explicación suprasensible de lo existente porque la física, la ciencia, no nos puede dar respuesta a todo; las causas físicas definen y esclarecer el ámbito natural, pero ¿cómo explicar una causa no física? Por ejemplo, si nos hallamos en lo alto de una montaña podremos inferir que han sido nuestras piernas y brazos, el cuerpo, quien nos ha llevado hasta allí. Sabremos el cómo, pero no el por qué. La causa de estar allí radicará en algo muy diferente (nuestra voluntad, un rescate, un trabajo, etc.).

Así, Platón diferencia y dispone de dos planos de ser, separados pero conectados; la realidad material que percibimos es el efecto de una causa no material. Estos dos planos son el fenoménico, el plano visible, de los sentidos, y el inteligible, accesible tan sólo por la mente. Ambos planos permiten explicar y analizar toda acción, toda causa, lo cual es un paso adelante en relación a las tesis monistas de Parménides y Heráclito y su confrontación.

Las ideas, supuso posteriormente Platón en una de sus muchas revisiones de esta teoría, están jerarquizadas entre sí. Forman una especie de pirámide en cuya cima se halla la idea del Bien, la idea Suprema. Toda idea verdadera participa del Bien, y este supone la causa y la comprensión de todas ellas. Hay tantas ideas como realidades distintas hay en el mundo sensible; por esto, toda idea mental propia, concepto o pensamiento, ya sea moral, estético, matemático o filosófico, así como todo cuerpo u objeto, presentan su contrapartida en el mundo suprasensible. No obstante, las ideas platónicas son mucho más 'reales' que aquello a lo que nosotros denominamos como tal, porque aquellas son la causa y la posibilidad del mundo físico. Aquellas existen por sí mismas, independientes, pero este no tendría lugar sin ellas, es dependiente directo de su existencia.

Echemos un vistazo a algunas de sus características fundamentales: en primer lugar, y como ya hemos dicho, son inmutables, lo que permite poder definirlas. Repetimos: un gato puede nacer, crecer y morir, pero la idea de gato jamás cambia, porque supone el sustrato o molde del que parte todo gato. Las ideas se hallan fuera del tiempo, son atemporales, por tanto el universo y todo lo que contiene, vida o materia, podría dejar de ser y, sin embargo, las ideas que los forjan seguirían siendo como son. Por otra parte, toda idea es única en sí misma; puede haber muchos gatos diferentes, pero su idea es la misma para todos, porque todos ellos parten de un molde único. Además, son inteligibles, esto es, la razón puede llegar a saber de ellas, pero no así los sentidos, que tan sólo son aptos para comprender el mundo sensible que nos rodea. Por último, aunque todo lo presente en el cosmos, así como nosotros mismos, somos entes y objetos imperfectos (pues, ¿como podría ser una copia algo perfecto?), sólo las ideas alcanzan la perfección.

La teoría de las Ideas de Platón supone, por una parte, una superación completa del escepticismo de los sofistas, porque se propone la existencia de un conocimiento verdadero, al que podemos acceder inteligiblemente. Y, por otra, una abolición del relativismo ético de Protágoras, pues también existen nociones morales universales. Asimismo, esta teoría sugiere la posibilidad de construir un estado perfecto, de modo que la política pueda participar de la excelencia del mundo suprasensible (algo que Platón trató de mostrar en su República).

El papel del Demiugo en todo ello es fundamental. Como dijimos en la nota dedicada a los mitos platónicos, "al ser la materia basta e imperfecta, el Demiurgo se compadece y en ellas imprime las ideas, elaborando así los objetos que percibimos en nuestro mundo. He aquí la distinción fundamental de Platón entre el mundo perfecto de las ideas y la imperfección de nuestra realidad; lo que vemos y sentimos no es más que una copia de lo verdaderamente real". Sin embargo, ¿quién o qué es este Demiurgo? ¿Es un Dios o un ente diferente, y cuáles son sus funciones? A él (o a ello) nos referiremos en un apunte futuro.

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...