21.7.07

Independencia y libertad

Cualquiera de nosotros necesita cierto grado de independencia: independencia de juicios, de personas, de sentimientos, e incluso de valores. No todos somos iguales, obviamente, y nuestras exigencias y deseos humanos difieren notablemente de unos a otros. De lo que se trata es, sin más, de que cada uno de nosotros se sienta, al menos hasta un mínimo grado, autodominado, libre ante temores, falsedades o vínculos. Es decir, la independencia (y la libertad asociada a ella) nacen de (o nos dirigen hacia) nuestra pretensión de ser nosotros mismos, de guiar nuestra existencia sobre el camino que elegimos porque, sencillamente, ése es el que queremos seguir. No se trata de recharzar consejos, ideas o apoyos de los demás, sino de tener en nuestras propias manos la decisión última.

Que necesitemos y busquemos (o debamos hacerlo) la verdadera independencia ante el mundo y los demás no significa, por supuesto, que sea deseable una independencia absoluta. Es más, dicha independencia absoluta es, en sí misma, imposible de alcanzar. Así lo entiende Karl Jaspers cuando escribe que: "En el pensamiento dependemos de la intuición, que tiene que sernos dada; en la vida dependemos de otros, ayudando a los cuales y siendo ayudados por ellos es únicamente posible nuestra vida.". Por lo tanto, nos resulta inalcanzable una completa autonomía completa de pensamiento o acción. Esto se debe a que cada uno de nosotros se supedita al otro, a otro igual, puesto que con él alcanzamos la plenitud como ser humanos. Lo que esto significa es que la independencia total, que quizá anhele algún ermitaño solitario o un ser aberrante, no existe. Y si no existe, lógicamente, es inalcanzable.

Luego todo ser humano debe abrirse a otros iguales, pues de lo contrario no es él mismo, no es nada, en realidad. Por muy solitarios que seamos, por mucha emancipación de los otros que creamos tener, los necesitamos. Aunque fuera tan sólo uno, otro ser humano, con quien viviéramos toda la existencia, ése ser es el que nos daría nuestro propio designio como personas. Solos, en efecto, verdaderamente solos, no somos nada.

No obstante, maticemos. Porque aunque sepamos que no podemos llegar a una independencia absoluta, tal circunstancia no debe eximirnos, en absoluto, de no tratar de disfrutar de la mayor independencia posible.
Esto viene a cuento porque un superficial, aunque quizá algo eclético, vistazo a la sociedad en que vivimos nos insinúa una, tal vez, excesiva dependencia de los demás, de sus opiniones, de sus valoraciones, juicios y decisiones. Quiero decir que en bastantes ocasiones tendemos a dejarnos llevar por otros, y si aspiramos a un control, por endeble que sea, de nuestra propia existencia, es más bien lo contrario aquello que debemos buscar con ahínco. Por lo tanto, no renunciemos a los demás, pero también, y sobretodo, no renunciemos a nosotros mismos, a ser los actores principales de nuestra vida. No dejemos, en suma, que otros vivan por nosotros.

Esto no implica, según ya se advierte, que sea beneficioso un ermitañismo radical, que renunciemos a las gentes o nos evadamos de la realidad, en absoluto. Como humanos, nos es tan precioso el apoyo mútuo entre iguales que desechar éste convertiría a nuestra existencia en una completa falta de sentido. Pero todos debemos reconocer que una independencia y una libertad de que nos separe, siquiera mínimamente, en juicios y acciones de estos iguales es, no sólo deseable, sino imprescindible. Porque, de esta manera, estamos en disposición de cimentar nuestra vida sin sometimientos ni docilidades.

Tal independencia, ¿ante quién o qué cabe esgrimirla? En nuestra vida diaria, y en materia de pensamiento, podríamos solicitarla ante dogmas religiosos, ante afirmaciones políticas, inclinaciones periodísticas, o ante las enseñanazas obligatorias, por mencionar sólo unos pocos ejemplos. Y, sin embargo, lo deseable sería que nuestra independencia fuera mucho más allá, o mucho más acá, si se quiere, porque cabría expandirla de modo que alcanzara todas y cada una de nuestras decisiones y determinaciones, en nuestro día a día, y desde que llegamos a cierta edad, a partir de la cual nuestra personalidad puede verse muy influida por otras. Me explico con un ejemplo prosaico, tomado de mi (no tan lejana) adolescencia.

Cuando tenía quince años, yo y un grupo de amigos solíamos ir, como muchos otros, en bicicleta, al cine, paseando por la calle o echando piropos a las chicas. Eran cosas típicas de la pubertad, todas ellas realizadas porque se trataba de actividades que nos gustaban. Si a alguien no hubiese disfrutado pedaleando (porque no sabía, porque le cansaba demasiado, porque...), sencillamente, no hubiese venido con nosotros. Le hubiéramos visto en otros ámbitos y haciendo otras cosas, con nosotros, pero no montado sobre una bici serpenteando entre coches por la ciudad a nuestro lado. El caso es que había un lugar al que todos nosotros, sin excepción, odiábamos: un lugar llamado discoteca. Con el tiempo, y tras el paso de los meses, nuestra determinación de no ir jamás a ese antro creció: sabíamos lo que era, qué nos podía ofrecer y cuánto significaba para otros juntarse allí, pero a nosotros todo ello no nos importaba. Pese a tener sólo quince años, ya había una evidente independencia ante los demás, una marcada determinación.

Sin embargo, esa independencia acabó quebrándose, y al fin, todos y cada uno de mis amigos, excepto yo mismo y otro compañero, que nos mantuvimos firmes e impertérritos, soltaron cuerda y terminaron yendo, y además gustosamente, a un lugar otrora aborrecido. ¿Qué sucedió? Hay muchas explicaciones posibles: cambio de gustos, dirán muchos, es la más razonable. Es obvio que en la pubertad uno ve tantos estímulos a su alrededor que es dificil no sentirse atraído por alguno de ellos en un momento dado, aunque tan sólo unos minutos antes ese estímulo no producía en tí el menor efecto. Y, no obstante, sigo creyendo, una década después, que lo que "falló" fue la carencia de la capacidad de la propia decisión. Quizá sea debido a otras causas, quién sabe, pero mi percepción es que, en una palabra, mis amigos se dejaron arrastrar, fueron engullidos por el gusto y la decisión de la mayoría. ¿Por qué no caí yo en tales redes? Ni lo sabía entonces ni ahora. En todo caso, mi decisión, inapelable, fue tomada; si para bien o para mal, ni lo sé ni me importa.

Y ahora, saliendo de la digresión, volvamos a Jaspers. Recordemos que la independencia total es imposible; si el hombre quiere aproximarse a ella en la posible medida no debe, en ningún caso, abandonar el mundo a sus semejantes, porque "ser independiente del mundo significa una relación peculiar con el mundo: estar en él y a la vez no estar en él, estando en él a la vez que fuera de él". Así lo ratifican las enseñanzas brindadas por los grandes pensadores, como Aristipo, Pablo, Lao Tsé, y los textos del Bhagavad-gita, que menciona Jaspers en su obra. Lo que todos ellos sugieren, en definitiva, es que una independencia sin vinculación alguna al mundo o a las personas que lo integran no tiene ninguna viabilidad. Necesitamos del mundo, de sus moradores, tanto como de la independencia. Como decía mil líneas atrás, gracias a los primeros llegamos a la segunda. Si alguien lograse un estado de independencia absoluta quizá no debería ser llamado, en propiedad, verdaderamente humano.

Por otra parte, la libertad absoluta es un término, de suyo, ambiguo, porque si llegásemos a poseer dicha libertad, consideraríamos "nuestra ideas como dogmas, sometiéndonos a ellos", con lo cual perderíamos toda libertad e independencia. Y, sin embargo, cuán deseable es tenerse a uno mismo por independiente, qué alegría sentimos al comprobar que actuamos y decidimos sin ligazones, sin que nadie ni nada nos sugestione o influya. Jaspers proporciona algunas directrices para tratar de alcanzar una independencia lo más alta posible en el terreno de la filosofía (aunque, en todo caso, no hay que tomarlas como rutas canónicas, sino como sendas posibles, pues de lo contrario nos veríamos liberados de la propia libertad, recordémoslo...). Tales directrices, ligeramente retocadas, podrían servir igualmente bien para nuestra vida diaria. Son éstas:


1) "No inscribirse en ninguna escuela, no tener ninguna verdad enunciable en cuanto tal por sí sola y única exclusivamente, hacerse señor de los propios pensamientos".

2) "No amontonar riquezas" culturales en vida, sino ahondar la propia cultura como movimiento.

3) "Pugnar por la verdad y la humanidad en una comunidad sin concesiones".

4) "Hacerse capaz de aprender a apropiarse todo lo pasado, de oír a los contemporáneos y de llegar a estar en franquía para todas las posibilidades".

5) "Y en cada caso y en cuanto soy este individuo sumirme en la propia historicidad, en esta procedencia, en esto que he hecho, tomando sobre mí lo que fui, llegué a ser y se me deparará".

6) "No cesar de progresar, a través de la propia historicidad, en el sentido de la humanidad en su intensidad y, con ello, del cosmopolitismo".

Es la opinión de Jaspers, tan criticable como cualquiera; pero parece razonable, en cualquier caso, que debamos seguir algunas de ellas si aspiramos a la independencia (a todo tipo de ella) en un grado verdaderamente humano. De lo contrario podemos observar a la independencia como con miopía, borrosa, como alterada en su propia esencia. Quien así procede (quizá, sin saberlo), está mirando las cosas sin formar en realidad parte de ellas, está inmerso en el devenir pero carece de mando, poder o decisión (y por lo tanto, de independencia y libertad verdaderas). En palabras de Jaspers, "se vive sin prevenciones, no se quiere hacer o ser nada especial. Se hace lo que se pide o lo que parece conveniente. El patetismo es ridículo [...]. No hay horizonte, ni lejanía, ni pasado, ni futuro que acojan esta vida que ya no espera nada, que sólo vive aquí y ahora".

Es decir, modernizando los términos (y acoplándonos a mi propio esquema del tema), una independencia fútil y apurada de fuerza conlleva una vida simple de decisión inconsciente, de disfrute trivial y carente de horizonte para el mañana. Ésa es la vida, precisamente, cuya independencia es más frágil, más fácilmente quebrable, más sencillamente manipulable y despedazable. Tal vez la solución, una de las (¿muchas?) posibles, sea trabajar para que nuestra libertad e independencia estén más allá de la historia y el ahora, de las modas y de las opiniones de conocidos. Pero si, por el contrario, aquéllas se unen a dichas modas, a las influencias de los demás y a lo que "se lleve", al sí o no irreflexivo, a una existencia que parece impelida por una fuerza no propia, como quizá le sucediera a mi amigo hace más de una década, entonces nuestro ser, nuestro propia vida individual, está amenazada.

Podemos tomar decisiones a la ligera, podemos actuar siguiendo a la instantánea intuición del momento, dejar que la espontaniedad nos diriga, y sin embargo, aunque parezcan modos de actuar muy poco razonados, conservamos sin duda aún las riendas de nuestra existencia. La conclusión a la que podemos llegar, directa y clara, tras todo este largo fárrago, es que nuestras acciones y decisiones, los actos que nos hacen como somos a cada momento, no deben dejarse en manos de otros, porque entonces, sencillamente, dejamos de ser nosotros mismos.

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