23.8.07

Baco y el orfismo

Grecia fue el símbolo de la libertad de pensamiento y de acción. En sus costas fluyó la necesidad de que los dogmas religiosos y políticos no fueran seguidos ciegamente. La democracia ateniense, uno de los mayores milagros que de allí surgió, así como la aparición de la racionalidad, constituyeron los sólidos cimientos sobre los que edificar una sociedad radicalmente nueva. La fundación de una serie de instituciones libres y la independencia de juicio permitieron que triunfara la razón y la crítica sobre todo lo inherentemente humano.

En relación a la religión, los griegos creían en el politeísmo, pero los dioses no eran seres de divinidad inalcanzable, a los que hubiera que rezar o adorar en situación de absoluta e infinita inferioridad; antes al contrario, uno de los detalles más significativos de la relación entre humanos y dioses según los griegos era que éstos tan sólo eran "superiores" a aquellos en cantidad, no en cualidad: es decir, pese a la omnipresencia y el poder divino, el hombre y la mujer tenían la posibilidad de alcanzar a los dioses, y su vida debía ser un incentivo para tal proyecto. La ausencia de dogmas o textos sagrados que sirvieran de vehículo de expresión directa de los deseos divinos fueron los acicates intelectuales necesarios para el posterior desarrollo del racionalismo, es decir, la ciencia y la filosofía.

Pero esta independencia de pensamiento estaba fuertemente ligada a unas condiciones sociales y políticas muy concretas, en las que se promovía y estímulaba el saber y la crítica, la discusión y la libre investigación. En cuanto estas condiciones cambiaron o fueron suprimidas, algo que sucedió entre los siglos VII y VI antes de Cristo, el espíritu de felicidad y de dicha que reinaba en Grecia fue sustituido por una sensación de desesperación y angustia ante un mundo que parecía estar en decadencia. Fue entonces cuando surgió, paralelamente a la debacle sociopolítica que por entonces tuvo lugar, una nueva religión que parecía haber nacido de la nada: fue Baco (o Dioniso, entre muchos otros nombres) quien sistematizó dicha creencia religiosa, creencia que tuvo una impensanda notoriedad.

El culto a Baco llegó a Grecia procedente de Tracia, que estaba poblada por gentes bárbaras, a juicio de los mismos griegos. La verdad es que el culto sí parece poseer algunos elementos un tanto salvajes, como por ejemplo descuartizar animales vivos y luego comérselos en crudo, además de unas extrañas danzas de acento místico y extático que practicaban en grupos las mujeres, bailes recogidos por Eurípides en su obra Las bacantes. El éxito de la doctrina baconiana se debió a un declinar general del entusiasmo de vivir, o más bien, a la sensación de desaliento ante un mundo social y políticamente corrompido, producto de la pobreza que las invasiones dorias habrían causado, junto con una gran crisis económica que sentenció a clases sociales enteras. Este ambiente de inestabilidad supuso el caldo de cultivo ideal para que el baconismo, religión pesimista del porvenir, echara firmes raíces en la sociedad griega.

Pero hay otro motivo, quizá no menos relevante, vinculado a la moral y al estilo de vida griego. En efecto, la sociedad griega, que disfrutaba de una independencia intelectual enorme, insistía, sin embargo, en mantener una moral más bien estricta, ceñida a unos cánones de decencia y honestidad quizá demasiado rigurosos; el baconismo, por el contrario, proponía una existencia salvaje, pasional, desligada a imposiciones ni reglas morales. Así, en la Grecia antigua convivieron dos planos vitales casi antagónicos: por un lado, el ortodoxo griego, alejado del primitivismo y el descontrol, y por otro el baconismo, símbolo del desenfreno y la vuelta a una existencia más pura. A este último plano de vida contribuyó, significativamente, el descubrimiento de la cerveza y, posteriormente, del vino, brebajes que fueron empleados (en exceso, huelga decirlo) para alcanzar el estado de delirio tan propio de los seguidores de Baco (no en vano Baco es el dios del vino...). El baconismo era, en definitiva, un regreso a los orígenes salvajes de la humanidad; en palabras de B. Russell, el baconismo trató de "recuperar una intensidad de sentimiento que la prudencia [de los griegos ortodoxos] había destruido". Patrick Harpur, en su revolucionario y sorprendente libro El fuego secreto de los filósofos (Atalaya, 2006), del que resultará obligado hablar en una nota futura, afirma: "Nietzsche colocó a Apolo en un extremo del espectro psíquico; en el otro puso a Dioniso, dios del vino, de ritos nocturnos de éxtasis y abandono colectivo. Desde el punto de vista de Apolo, Dioniso es irracional, caótico, desenfrenado y turbio; desde la perspectiva de Dioniso, Apolo parece demasiado frío, desapasionado, intelectual rígido e individualista". Esta dicotomía tan marcada estuvo muy presente en la sociedad griega, en la que cada bando o facción consideraba inferior, infeliz o inhumana a la otra.

Si bien resulta deseable dar entrada en nuestra vida a esa embriaguez tan característica del culto de Dioniso, al menos de tanto en tanto, puesto que forma parte de nuestra naturaleza actuar y manifestarnos desde todas las perspectivas posibles (siempre que ellas, por supuesto, no supongan daño a terceros), es más razonable que se trate de una embriaguez mental o espiritual, y no una física, ya que una vida en la que predomine un coma etílico tan prolongado lo único que puede proporcionar es un estado físico deplorable y un futuro absolutamente similar al de las bestias, que se deleitan tan sólo con unas piezas de carne fresca. Es decir, viviendo así nos acercamos, en un sentido nada positivo ni provechoso, a nuestras camaradas las fieras.

Ésta opción, la de la embriaguez mental/espiritual, sin duda más sana y más placentera a la larga que la puramente física, es la que intentó establecer en la sociedad griega Orfeo, figura oscura, mitad real, mitad mítica, cuya doctrina propone que el ser humano está formado por un cuerpo y un alma. El cuerpo es tan sólo un recipiente temporal para el alma, un obstáculo, casi como una tumba. Hay que esperar a la muerte para que el alma, la parte fundamental del hombre (el contrario de lo que sostenía el poeta Homero, para quien el cuerpo era la sección humana esencial), deje atrás su constitución terrenal y entre a formar parte del reino divino, una vez alcanzada la purificación completa, lo que puede necesitar reencarnaciones en otros recipientes (humanos o no). Una buena forma de alcanzar esa purgación total es por medio de la abstención de tomar ciertos alimentos (carne, por ejemplo, en total contraste con sus homólogos baconianos) y mediante una serie de ritos de purificación.

Tanto la transmigración del alma como su purificación conforman el dogma principal de las comunidades órficas. Así se alcanzaba el entusiasmo, culmen del rito órfico en el que "la divinidad penetraba en la persona que le veneraba y entonces ésta se creía una con el dios" (Russell). Gracias a esta fusión tan especial, los órficos tomaban parte de la sapiencia divina, y se hacían ellos mismos, por momentos, seres divinos. Queda aquí, pues, muy clara la diferencia trascendental entre un movimiento, el baconiano, excesivamente bárbaro y mutilante (por su descontrol e incapacidad de sutilezas), y el orfismo, dotado de un componente filosófico/religioso que le permite ingresar en el ámbito de las doctrinas intelectuales de primer rango. Fue el orfismo, y no el baconismo, el sistema que influyó en los filósofos posteriores, como bien puede entenderse a tenor de sus características.

Pero si hay un detalle que impresiona es la aparente conexión del orfismo con ciertas creencias hindúes presentes en aquella época en el subcontinente (recordemos, siglo VI antes de Cristo). Porque, en efecto, el orfismo sostiene que la vida terrenal es sinónimo de pena y angustia, al estar los hombres ligados indefectiblemente a una enorme rueda vital que gira sin cesar en incontables vueltas, que simbolizan los infinitos nacimientos y muertes, las infinitas creaciones y destrucciones. Mediante la purificación del rito órfico, sin embargo, nos es dada la posibilidad de emanciparnos de dicha rueda gigantesca, liberándonos para siempre y llegando al éxtasis de la unión con la divinidad. Esto es sorprendentemente similar a la doctrina hindú del samsara, es decir, la cadena de muertes y resurrecciones que sólo termina cuando, tras innumerables transmigraciones, nuestras meritorias acciones en las vidas terrenales nos permitan un renacimiento más puro, bajo la figura de un dios o brahmán. La liberación (moksha) supone una huida de la vida en la Tierra, refugiarse en una existencia libre de frustraciones, o quizá, simplemente en una no-existencia.

Es evidente la ligazón entre estas dos corrientes espirituales y filosóficas, distantes miles de kilómetros pero muy cercanas en su idiosincrasia intelectual. Burnet (citado en Russell) ya hizo mención de este notable nexo en común, pero afirmó que no puede haber habido contacto ninguno. ¿Y por qué no? Cierto que las distancias son grandes, y no parece plausible un intercambio de ideas entre dos regiones tal alejadas, pero aún resulta más improbable, a mi juicio, que dos visiones tan específicas acerca de la naturaleza humana y sus características, que ese ligero pero persistente poso pesimista, esa rueda infinita e incansable presente en el hinduismo y en el orfismo no sea más que una coincidencia, una idea contingente y casual. Tal vez los lazos entre Occidente y Oriente estén más apretados de lo que pensemos, y sus influencias sean mucho mayores de lo que queremos ver.

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