27.9.07

Demócrito y el materialismo



"Por convención, el color; por convención, lo dulce; por convención, lo amargo; pero en realidad átomos y vacío" (B 25)

Demócrito de Abdera fue contemporáneo de Sócrates, y vivió en Grecia hacia la segunda mitad del siglo V antes de Cristo, en una época en la que la tolerancia a las ideas novedosas empezaba a resquebrajarse, hecho ilustrado perfectamente en la sentencia de muerte a Sócrates por "despreciar a los dioses y corromper la moral de la juventud", es decir, por llevar a cabo una vida desligada de imposiciones intelectuales y religiosas (si bien el mismo Sócrates fue un patriota y un hombre creyente).

En Demócrito, y también en su maestro Leucipo (aunque parece que fue el primero quien sistematizó su doctrina) encontramos una continuación de nociones acerca del Cosmos presentes en otros presocráticos, sobretodo en Parménides. Como él, los atomistas (como así se denomina a aquéllos dos) sostienen que existe el Ser, eterno e inalterable, pero si para Parménides era uno, un ente material y extenso, a modo de esfera gigantesca que todo abarca y todo es, para Demócrito es múltiple "en cantidad, mas son seres invisibles por la pequeñez de su masa" (67 B). Demócrito, por lo tanto, abandona el monismo anterior y se suma a la filosofía pluralista, como ya habían hecho sus predecesores Empédocles y Anaxágoras. Aquellos seres no visibles son pequeños objetos duros, indivisibles, y también eternos e inalterables, y a partir de su conjunción o separación se generan o destruyen las cosas que percibimos por medio de los sentidos. A dichos seres se les llamó átomos.

Pero para dotar a su postura de coherencia hubo Demócrito de dar entrada a otro elemento: el vacío. Así, la realidad está formada por "lo que es" y "lo que no es", es decir, los átomos, el Ser, y el vacío, el no-Ser. Estos dos factores se compensan y enlazan entre sí para que podamos entender el mundo; uno sin el otro no tendrían sentido alguno, pues los átomos sin un espacio vacío no podrían desarollar su movimiento, y un vacío total, sin nada en absoluto, carecería de toda función, interés y propósito. De esta manera, existe un espacio vacío infinito en el que pululan (también) infinitos átomos, cuyo movimiento caótico, impredecible, es el responsable de la formación y aniquilación de cuanto hay.

Los átomos de Demócrito son, por supuesto, indivisibles (de hecho, la palabra griega de átomo significa, precisamente, no-divisible). Como resalta Aristóteles en su Metafísica, para Demócrito "el ser difiere sólo por la configuración, el contacto y la orientación", esto es, por la figura, la disposición y la posición de los átomos. Las diferencias entre las sustancias se basan en estos tres parámetros, por lo tanto, se trata siempre de diferencias cuantitativas, no cualitativas, las que distinguen unas cosas de otras.

Es sólo teniendo en cuenta esto cuando podemos analizar la cosmogonía jónica. El movimiento entre átomos en el espacio vacío e infinito puede generar, sólo por puro azar, que un número alto de ellos se acumule en una zona concreta; como los átomos difieren en sus características, sucede que algunos chocan con otros, de tal suerte que sus formas permiten su mutuo "enganche" (si bien no llegan nunca a fusionarse, recordemos que son, los átomos, inalterables). Estos conglomerados atómicos pueden aumentar de tamaño hasta convertirse en los objetos y sustancias que observamos, aunque posteriores choques con otros átomos quizá los desmenucen de nuevo, reduciéndolos hasta su tamaño y forma originales. La masa macroscópica, al contener átomos que conservan sus movimientos y vibraciones, inicia a su vez su propio movimiento, hacia una dirección específica, pero no es movimiento originado por alguna inteligencia externa (como lo era el 'nous' de Anaxágoras), sino por sí mismo. Su oscilación por el espacio provoca que los átomos de mayor masa, y por tanto menos fácilmente movibles, se dirijan hacia el centro de la masa, convertida ya en remolino giratorio (por el impulso transmitido de los átomos a la masa), que dan lugar a la tierra y al mar, mientras que los menos masivos se sitúan en el exterior, que a su vez constituyen el aire. Este proceso se ha repetido infinidad de veces en muchísimos lugares del kosmos, produciendo de esta manera los infinitos mundos de la cosmogonía atomista, entre ellos el nuestro.

Y ahora entramos en el terreno del alma. Para Demócrito el alma no es más que un conjunto de átomos, es decir, una substancia, eso sí compuesta por un tipo especial de átomos, sutiles y esféricos, similares a los que conforman el fuego. El ser humano es, pues, un cuerpo sutil (el alma) dentro de otro cuerpo más burdo (el cuerpo, por supuesto). Nuestra conciencia y el pensamiento no son más que agrupaciones particulares de átomos del alma, siendo a su vez la causa y el origen de sus variaciones, esto es, todas aquellas manifestaciones psiquícas se relacionan con el número y la forma de combinarse de dichos átomos. Así, cuando nos invade el sueño lo que sucede es que parte de los átomos del alma salen de nuestro cuerpo (por respiración o por algún otro motivo). Si parte de los átomos del alma abandonan las agrupaciones que nos permiten la sensación o la conciencia, entonces dejamos de ser nosotros mismos; el hombre sólo es plenamente consciente de sí cuando posee todos sus átomos de este tipo. La muerte, consecuentemente, le sobreviene en el momento en que los pierde por completo.

Este materialismo radical de Demócrito no fue muy bien acogido en su época, entre otras razones porque había más interés en asuntos políticos que de filosofía natural: "Llegué a Roma y nadie me escuchó", solía decir el filósofo de Abdera. Sin embargo, pese a sus excesos en pro del corporalismo, hay que reconocer que Demócrito hizo mucho en favor de concebir a la divinidad de forma menos temerosa y miedosa que la reinante en su época. En efecto, para él los dioses eran seres análogos al alma humana, con la única diferencia de una mayor pureza y una organización más sólida, así como una duración vital mucho mayor. Pero no son inmortales, no están libres del día en que sus átomos constituyentes les abandonen y, así, dejen de existir. ¿Cabe entonces tener miedo y sentirnos intimidados ante el poder divino, si los dioses son mortales y están sujetos a la misma ley del destino que nosotros? Además, si tras la vida dejamos de existir, ¿por qué preocuparse por los presuntos castigos y condenas que nos azotarán después de morir?

Tras todo esto, podemos entender ahora la frase de Demócrito que abre este breve apunte. Las palabras de las que nos valemos para hacer inteligible el mundo y nuestra relación con él no nos sirven. Y no sirven porque las palabras comunes tienden a hacernos ver que ésta substancia posee tal o cual cualidad (es de un color determinado, o tiene tal fragancia, o aquél gusto), pero de hecho lo que existe son átomos, conjuntos de ellos, y un vacío infinito en el que aquellos discurren. Las apariencias nos engañan y alejan de la verdadera naturaleza de lo real.

Demócrito vivió mucho (hay quienes aseguran que 108 años), viajó por Persia y Mesopotamia (hay quienes dicen que vendió parte de su herencia para costeárselos), y tuvo interesantes discusiones con Protágoras (a quien conoceremos en breve). Fue, posiblemente, el mayor filósofo de su tiempo, y de él muchos guardan aquella famosa máxima que reza: "prefiero entender un por qué que ser el Rey de Persia". Es una buena frase, sin duda, por su carácter intelectual y trascendente, pero no lo es menos esta otra, más sencilla pero de igual valor.

"Una vida sin regocijo es como un largo camino sin posada."

No olvidemos que la filosofía no existe sin la vida, y ésta sin la felicidad, el goce, el sentimiento y la pasión, el compartir, en suma, no es nada.

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