15.3.08

Empédocles: el Amor y la Discordia



Exceptuando a Parménides y algún otro presocrático verdaderamente original (como, a mi juicio, lo fueron Anaximandro, Anaxágoras y Demócrito), Empédocles se erige como una de las personalidades más atractivas de la filosofía antigua hasta Sócrates. Por su polifacético vivir (filósofo, místico, poeta, médico, político, sacerdote, etc.) y por su caracterización filosófica, talentosa y singular, merece una tribuna especial dentro de la corriente de pensamiento occidental. Nació en Agrigento, fue un incansable viajante (conoció y recorrió casi todas las ciudades del Asia Menor) y afirmaba constantemente que era un mago, un taumaturgo capaz de las mayores proezas y milagros. Quiso corroborarlo, a tenor de lo que narra la leyenda, arrojándose temerariamente al cráter del volcán Etna, con la esperanza de demostrar su inmortalidad... Como Parménides, escribió en verso (aunque más comprensiblemente que éste) y tenemos algunos fragmentos de un par de sus obras (Acerca de la naturaleza y Puriciaciones, casi antitéticas en su orientación)

Empédocles no ofrece una filosofía totalmente nueva; antes bien, su intención fue consolidar las opiniones anteriores, eliminando las incompatibilidades entre la postura de los eleáticos y Heráclito. Parte de Parménides, de quien bebe mucho, pero trata de superarlo por los problemas que su metafísica genera. Acepta de éste la inmutabilidad del Ser y la imposibilidad de que el no-ser exista, pero a la vez adopta también de Heráclito su noción del devenir, del cambio continuo. ¿Cómo armonizar estas concepciones, prácticamente opuestas? Empédocles decidió que podía reconciliarlas si hacía entrar en escena cuatro principios, constitutivos de todo objeto, sustancia o cosa presente en el universo, a saber: tierra, aire, agua y fuego (denominadas raíces por Empédocles y elementos, en la actualidad, y que él relacionó con las deidades Zeus, Hera, Edoneo y Nestis, respectivamente). La formación de toda cosa no es más que una agrupación y combinación de estos cuatro elementos, y su muerte la separación de ellos, aunque las cuatro raíces permanecen siempre inalteradas, en todo tiempo y todo lugar. La cualidad de todo objeto se basa en la proporción en la que se hallan presentes cada uno de los cuatro elementos. De esta forma, Empédocles puede rechazar el nacimiento verdadero (puesto que las raíces siempre han existido y existirán) y también el de una muerte verdadera ("No se da nacimiento de ninguna de las cosas mortales, ni un acabarse en la maldita muerte, sino sólo mezcla y cambio de las cosas mezcladas"), y da entrada a una perspectiva pluralista, distinta al monismo de su predecesor eléata.

Así, todo aquello que aparece y desaparece, que nace y muere y se mueve, no es más que una combinación específica de los cuatro elementos o principios fundamentales. Espacialmente, lo que percibimos en el mundo empírico conforma una mezcla de elementos, y temporalmente, una sucesión de tales mezclas y separaciones. Empédocles llega, así, a la única formulación posible y coherente de su posición filosófica: existe el cambio, en tanto es producto de la unión o escisión de los elementos, pero el ser inmutable también existe, porque las cuatro raíces que lo forman todo son inalterables.

Mas afirmar que las recombinaciones y separaciones de los cuatro elementos, principios o raíces, permite la formación y destrucción de todo lo que existe, y que en tales elementos reside a su vez la permanenecia del ser, no explica cómo son posibles dichas combinaciones y escisiones. Es decir, era necesario para Empédocles esgrimir una causa eficiente que fuera su responsable, y he aquí que el filósofo de Agrigento formula la existencia de dos fuerzas, Amor (Afrodita o philía) y Odio o Discordia (Neikos), ambas eternas y, por así decir, de "signo" contrario. Ésta fue, seguramente, la contribución más relevante a la filosofía de Empédocles, al proporcionar un par de fuerzas que, actuando sobre el sustrato material, permitía esclarecer la génesis y la corrupción de lo empírico.

Estas dos fuerzas, Amor y Odio, actúan mecánica y cíclicamente, y en los dos niveles de la Totalidad y lo particular. El Amor tiene como carácter unir aquello que es diferente en sí, mientras que su opuesto trata de separarlo: "Ya surge de muchos algo uno, ya se disocia de nuevo […], y este cambio constante nunca termina. Ya se reúne todo en uno en el amor, ya se separan las cosas particulares en el odio de la contienda”. El universo está destinado a transitar por cuatro etapas o fases: primero, en el momento en que el Amor domina y el Odio se mantiene en los límites exteriores del mundo, ajeno a su funcionamiento, las cuatro raíces ordenan los elementos de la mejor forma posible en una esfera perfecta (aquí Empédocles recoge la preferencia pitagórica por esta forma geométrica, la Spheira), alumbrando un dios rebosante de amor y de placidez. Esto es lo que sucedió al principio de los tiempos, el primer estadio de la evolución de nuestro cosmos. Pero el dios del Amor no es un dios, sin embargo, eterno u omnipotente; está destinado a ceder el testigo, tras un tiempo, a Discordia, fuerza que penetra poco a poco en la spheira y provoca una enemistad en los elementos que la conforman, separándolos y estructurando el universo tal y como lo conocemos hoy. La Discordia, por tanto, permite la aparición de las cosas. Esta segunda etapa es la que vivimos en la actualidad, que manifiesta la acción parcial, no dominante, de las dos grandes fuerzas. En la próxima fase el Odio tendrá un protagonismo completo, como antaño el Amor, y el mundo se transformará en un caos sin orden alguno, en el que tampoco habrá objetos o sustancias individuales. Pero, nuevamente, el Amor intervendrá en el devenir para corregir la inestabilidad y el cosmos volverá a su regularidad. Este ciclo se repetirá indefinidamente a lo largo del tiempo, sin fin alguno (idea que haría suya Nietzsche, miles de años más tarde, bajo el nombre de "eterno retorno").

Hasta aquí la concepción cosmológica de Empédocles. Hablemos ahora del alma; según la describe en su obra las "Purificaciones", se trata de un daimon o dios caído, porque gracias a la influencia nociva del Odio, se apartó de sus semejantes y tuvo que reencarnarse en un cuerpo como castigo, cuerpo vegetal, animal o humano (referencia al mito órfico-pitagórico de la transmigración de las almas). El alma es, también, una agrupación combinada de elementos, aunque muy especiales y dispuestos de forma excelsa. En origen divina, sólo volverá a su estado si, tras el ciclo de reencarnaciones, ha vivido con honradez y valor, recuperando su pureza y reintegrándose en el Todo.

Resulta interesante hallar en Empédocles estas dos tendencias en sus obras: la científica (casi materialista, podría decirse) en "Acerca de la naturaleza" y la religiosa, de corte incluso místico que suponen las "Purificaciones". Hay quienes creen que se trata de dos concepciones opuestas, fruto de la evolución de este magnífico pensador, filosóficamente independientes y sin relación alguna; pero también puede que coexistieran en él desde el inicio. Porque, por ejemplo, los conceptos de Amor y Armonía pueden interpretarse tanto desde la óptica materilista como mística; según palabras de Ferrater Mora, "los partidarios de esta última opinión se apoyan en el hecho de que en la cultura griega de la época no había necesariamente conflicto entre lo filosófico (o "científico") y lo religioso y, en general, entre lo racional y lo irracional".

La extrañeza de una unidad y una armonía en ciencia y religión es una creación occidental, no un fenómeno dado en el propio pensamiento. Nada impide que poseamos ambas, y que estén conectadas sin contradicciones o discordancias. Su convivencia, como nos descubrió Empédocles, el filósofo mago, es posible.

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