2.12.14

El krausopositivismo (integrantes y difusores principales)


Es usual señalar a Nicolás Salmerón (en la imagen) como el primer introductor del positivismo en el krausismo. En un prólogo a una obra del krausista belga Guillaume Tiberghien (“Ensayo teórico e histórico sobre la generación de los conocimientos humanos”), Salmerón y su discípulo Urbano González Serrano exponen cuáles, a su juicio, deben ser principios que constituyan la ciencia contemporánea, y la sintetizan en la ley de la evolución (prestada del devenir hegeliano) y la relatividad del conocimiento. Pero, como ambos tienen en cuenta que el positivismo más exacerbado es fácilmente rebatible (o al menos, discutible), proponen ya la característica propia del krausopositivismo, a saber, la complementariedad entre la experiencia y la especulación.

Posteriormente Salmerón señalará nuevamente la necesidad de esta unión beneficiosa en otras obras. Así, apunta a este “concierto de la observación y la especulación que, no en componendas de sincretismo artificial, mas en composición racional bajo Principio, habrá de trasformar la ciencia” y, en el prólogo a “Filosofía y Arte”, de Hermenegildo Giner, nos dice: “[cabe] afirmar la unidad de la ciencia en el concepto que incide en el objeto, y cuya presencia real y eterna saca a la luz y se hace íntima la conciencia racional del hombre. De esta suerte llegará a resolverse la contradicción histórica entre el empirismo y el idealismo, sin desconocer ni anular ninguno de ambos elementos esenciales para la construcción científica”.

Este camino es el que estás siguiendo los grandes pensadores del momento, nos dirá Salmerón, hombres como Wundt, Spencer, Fechner o Hartmann, pues están reconociendo “unos que del fondo de la experimentación brotan datos especulativos, [y] afirmando los otros que la especulación no es abstracta ni persigue entidades extrañas a la concreción de la realidad.

La ciencia nueva que mejor expresa ese estado innovador del saber científico es, afirma Salmerón, la psicología fisiológica, puesto que es capaz de superar la “dualidad radical de cuerpo y espíritu, lo inconsciente y la conciencia, la abstracta separación de lo sensible y lo ideal”. La psicología clásica y tradicional queda arrinconada, dado que no atiende más que a la mera reflexión especulativa del alma.

Francisco Giner de los Ríos, de quien hablaremos extensamente en notas futuras, estuvo también influido por la positivación científica, aunque siempre desde una actitud suave y en absoluta radical. Básicamente en los ámbitos del derecho y la psicología fue en donde mejor se notó esa apropiación, sobretodo en sus “Lecciones sumarias de Psicología”, de 1874, que tuvieron de base las obras de Krause, Tiberghien, Sanz del Río, etc.
Por su parte, Urbano Gonzalez Serrano, el mencionado discípulo de Salmerón, bebió ampliamente del positivismo a lo largo de toda la pervivencia de éste en la vida intelectual española. Ya en su tesis doctoral, de 1871 hay un rechazo casi total al idealismo krausista, y en los debates del año 1875 en el Ateneo madrileño, incidió este autor en que el positivismo encarna el espíritu del siglo y combate el exceso de idealismo y el dogmatismo de la moderna filosofía. Pero el suyo no es un abrazo al positivismo sin crítica; al contrario, de él rechazará, al menos en esos años, “su radicalismo experimental, la afirmación de que la experiencia exterior sensible es la única fuente de conocimiento y la reducción de la ciencia a una mera fenomenología (Antonio Jiménez García, El Krausismo y la Institución Libre de Enseñanza, Cincel, Madrid, 1985, obra de la que nos valemos para esta nota).

En su obra de 1884 Sociología científica, González Serrano, aunque abraza muchos de los postulados del positivismo científico, reprende a la ciencia sociológica, por dos motivos: primero, porque trata de reducir a lo fisiológico y natural empíricamente conocido toda la naturaleza social; por otro lado, porque sólo estudia el objeto social en ese mismo aspecto. ¿Cómo superar esto? Pues mediante el recurso a la doble vía del krausopositivismo: la especulación y la experiencia.

La psicología es el campo en que más innova González Serrano. En su obra Psicología filosófica, de 1886, apunta a la obvia necesidad de una observación fisiológica y la experimentación para un correcto conocimiento de la realidad del alma. Pero, añade, que este no es el único elemento de ese saber; en efecto, debe añadirse y combinarse con la reflexión para que ambos puedan explicar el mecanismo psico-físico.

Por tanto, en González Serrano hay aún, y en modo profundo, esa unión krausopositivista clásica de razón y experiencia, pero encontramos una clara tendencia, un decantarse hacia el terreno más propiamente científico, fisiológico y psico-físico en este caso.

Manual Sales y Ferré es un ejemplo muy ilustrativo de un cambio evolutivo de pensamiento intelectual, pues pasó desde un krausismo tradicional, por así decir, a un krausopositivismo que después derivó en un positivismo cientifista. Como base de los estudios sociológicos y antropológicos establece el método científico-experimental, y sostendrá, yendo mucho más lejos que sus compañeros, que no puede haber un conocimiento verdadero de algo que no sea experimentalmente comprobable, una postura radical y muy acorde con los principios del positivismo.

Sales y Ferré defenderá su alegato del positivismo y su alejamiento de la actitud armoniosa del krausopositivismo equiparando a aquel como un nuevo mundo, que adviene finalmente, tras un viejo mundo de lo arbitrario, lo fantástico y lo subjetivo; con el positivismo, por fin, llega “el mundo de lo real, de la ley, de lo objetivo”.

La sociología será la ciencia que se referirá a la vida humana concreta y social, no la abstracta y general como hasta ahora se había hecho, y que modificará, nos dice Sales y Ferré, los antiguos planteamientos de la filosofía de la historia.

Por último, y ya en una nueva generación, Julián Besteiro propondrá, en su obra La Psicofísica (1895), una síntesis entre el materialismo positivista y de carácter práctico y la añeja metafísica krausista, en un intento de explicar sistemáticamente la realidad.

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En resumen, y como nos dice Antonio Jiménez García, “la importancia del krausopositivismo radica en haber sabido adaptarse a la evolución científica, apoyándose en el positivismo y superando, por tanto, la metafísica espiritualista heredada de Krause, pero, sobretodo, en haber coadyuvado a la introducción de las ciencias sociales en España, que tuvieron en los autores aquí mencionados a sus primeros expositores y divulgadores”.

El krausopositivismo (introducción)


El krausismo español, como tal, tuvo una vida larga (unas cuatro décadas) pero un esplendor efímero, ya que su intervalo de mayor apogeo filosófico lo representa el Sexenio Revolucionario (1868-1874); tras él, fue transformándose lentamente al positivismo.

Las causas de ello, como las recoge Manuel Suances Marcos (en su Historia de la Filosofía Española, de la que nos volvemos a valer para esta nota), fueron varias. Políticas, por un lado, ya que se limitó la libertad de enseñanza, pero también de corte social, dado que la burguesía progresista que dominó el mencionado sexenio fue reemplazada por otra de carácter más conservador, que se erigiría con el tiempo en la nueva base social y que buscaba seguridad y confort económicos. El positivismo como filosofía fue implementándose a medida que la Restauración borbónica tomaba las riendas de la ideología imperante; los ideales de defensa del orden establecido y de la sociedad, procedentes de Auguste Compte, el padre del positivismo, encajaron muy bien en esta nueva mentalidad, tratando de que fuera la ciencia la que orientara la praxis política.

Por otro lado, son obvias las razones de índole ideológica que propiciaron esa incorporación positivista al krausismo. Éste, como se recordará según lo que vimos en una nota previa, trataba el desarrollo social basándose en principios metafísicos; pero la ciencia estaba ganando terreno y su papel desmitificador ante tales premisas empezaba a cuestionar la adecuación de los mismos. El krausismo español, pues, se vio en la necesidad de acomodarse a los nuevos tiempos: por un lado, se hizo eco de la relevancia de la ciencia para analizar y dirigir el orden social; y, por otro, encauzó sus energías en educar a dicha sociedad propugnando un ideal pedagógico innovador.

El positivismo fue paulatinamente impregnando la filosofía y ciencia españolas, y fueron diversos los modos en que tomó forma esta influencia. En primer lugar, como krauso-positivismo, una modalidad que ensayó una armonía entre la razón y la experiencia, o lo que es lo mismo, la filosofía y las ciencias. En segundo lugar, como neokantismo, que quiso superar el idealismo postkantiano y concretar los límites del saber científico, de la experiencia y del ámbito de la razón. También adoptó la forma de evolucionismo, haciendo suyas las tesis darwinistas y de Herbert Spencer, con la implantación de una idea dinámica y cambiante del hombre y la sociedad, respectivamente. Por último, resta la apropiación marxista del enfoque positivista, una síntesis entre el marxismo y el darwinismo con el fin de unir ciencias sociales y naturales, lo que confirió a aquel un aire de mayor finura científica. De estas cuatro modalidades del positivismo nos limitaremos, en esta nota, al krauso-positivismo.

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El avance de las ciencias a finales del siglo XIX y el talante abierto del krausismo permitió a éste no cerrarse a sus influencias. Sin embargo, el núcleo del krausismo venía dado por la metafísica o, si se quiere, por la especulación. Esto suponía un problema para los sucesores krausistas, pues ellos querían fundamentar la ciencia, mirando con mayor agrado a la vertiente empírica, lo que nos descubría y trasmitía la experiencia, que lo meramente racional. En pocas palabras, la pretensión del krausopositivismo fue: tratar de compaginar y armonizar el positivismo científico con el corazón idealista y especulativo del krausismo original. El modo, no exento de problemas y ambigüedades, como intentó llevar a cabo este loable conato fue a través de las nuevas aportaciones que las ciencias biológicas y las de la psicología y la fisiología.

En el Ateneo de Madrid, hacia el año 1875, se celebraron discusiones y debates en torno a esta cuestión. El Ateneo era el centro motor de la cultura española, en donde reinaba la libertad de expresión y la tolerancia hacia ideas novedosas. En las secciones de Ciencias matemáticas y morales y políticos se propusieron temáticas que, en el caso de éstas últimas, se relacionaban con la inquietud acerca de si “las tendencias positivas de las ciencias físicas y exactas deben arruinar las grandes verdades sociales, religiosas y morales en que la sociedad descansa”.

En general, y prescindiendo de los matices, podemos decir que la mayoría de los tertulianos fue reacio a la entrada e influencia del positivismo más radical, viendo en éste un peligro para la supervivencia del corazón metafísico krausista que hemos mencionado. Sin embargo, sí abrazaron su metodología. Quien mejor ejemplifica esta singular indeterminación ante el positivismo es Gumersindo de Azcárate, a quien ya mencionamos en la nota sobre el krausismo.

Azcárate señala que hay dos modos o tipos de positivismo: el crítico y el dogmático (u ontológico). Los dos tienen muchas cosas en común: prefieren los hechos, la experiencia, a la especulación; son enemigos, acérrimos, de la metafísica y la teología; y, asimismo, sostienen que si existe algo más allá del mero fenómeno empírico, ello es por fuerza inalcanzable a nuestro conocimiento. La diferencia básica entre ambos afecta a esta última postura porque, en el positivismo dogmático, mantienen como ese “algo más allá del fenómeno” es, en última instancia, materia, “cayendo inconsecuentemente en un dogmatismo de tipo esencialista”, como señala Antonio Jiménez García en su obra El krausismo y la Institución Libre de Enseñanza (Cincel, Madrid, 1985). Lo que Azcárate planteó fue un punto medio que analice los puntos fuertes y los pros y los contras del positivismo.

Julián Sanz del Río (y II)

FILOSOFÍA DE LA HISTORIA


La preocupación por todo lo humano es la base de la filosofía de Sanz del Río, puesto que es en él, en el hombre, donde se verifica la unidad entre la Naturaleza y el Espíritu que toma cuerpo en la idea de la Humanidad. Ésta, en sus distintas culturas y periodos, constituye los grados de ascensión hacia Dios, cuya culminación es la “Humanidad racional”. En El ideal de la Humanidad se pretendía hacer frente a la noción de Estado mundial de raíces napoleónicas, sustituyéndolo por una alianza o hermandad universal de los hombres, una idea que Krause ya había madurado originalmente y que Julián Sanz del Río recogió y divulgó (como muchas otras de aquél). En esta obra se procura reformar y renovar la vieja y alejada de la modernidad sociedad española a través del ímpetu, del impulso del ideal utópico, que es el motor del cambio. Pero, para alcanzar esa renovación, hay que reflexionar y, sobretodo, hacerlo acerca del lugar que tiene (o debe tener) el hombre en el mundo. Por tanto, lo que se podría concebir como una obra de carácter meramente práctico se convierte, además, en una filosofía de la historia.

Un filósofo de la historia no tiene como misión, como tarea, la mera descripción de los sucesos históricos, sino que debe sacar a la luz, revelando bajo la multitud de éstos, todas aquellas autodeterminaciones propias de la esencia divina. La filosofía de la historia debe descubrir la idea de Dios en las diversas etapas evolutivas de la humanidad. Aquí Sanz del Río, siguiendo nuevamente a Krause, propondrá la fórmula “idea frente a ideal”. La idea es idea de Dios y, por tanto, a priori algo inalcanzable; el ideal de la Humanidad, en cambio, es la aspiración constante de llevar a plenitud la existencia humana. Y eso sí es asequible a nuestras facultades y, por tanto, algo que estamos destinados a tratar de alcanzar.

Todo saber se inicia siempre desde una unidad simple, sea ésta bien la del yo (en la parte Analítica de la Metafísica), o bien sea la de la intención racional de Dios (en la parte Sintética). Ambas concluyen en una síntesis armoniosa superior de los contrarios. Cada uno de los tres momentos de la dialéctica corresponden a las otras tantas edades por las que trascurre y se manifiesta todo lo finito: infancia, juventud y madurez (o, en otras palabras: indiferenciación, oposición, armonía). Veamos estas tres edades o estadios.

-Primer estadio: infancia o indiferenciación

En esta edad inicial el hombre primitivo no se diferencia de lo que le rodea; se halla, en efecto, instalado en el mundo como identificado con la naturaleza, y depende e ella en todo. Por lo tanto, no hay ninguna distinción entre el hombre y la naturaleza o, si se quiere, entre Dios y él. Así, hay una plena fusión e indiferenciación, entre Dio, mundo y hombre. Esta etapa la conforma una vida sencilla, modesta e inocente, un tipo de vida que posteriormente será añorada bajo el concepto de Paraíso Terrenal.

-Segundo estadio: juventud u oposición

En la siguiente etapa, el hombre poco a poco va tomando conciencia de las cosas y de su situación en el mundo. Ahora actúa sobre ellas, las investiga, trata de comprenderlas para dominarlas; de este modo, va lentamente desvinculándose de su primitiva unidad, de su fusión con ellas. Sin embargo, en esta etapa no hay, pese a que pueda parecerlo, una desunión o rotura radical con Dios; todo lo más hay un cambio entre lo que antaño era ciega sumisión y lo que ahora constituye un motivo de fantasía e imaginación. ¿Por qué? Porque aunque puede entenderse que el hombre ha perdido a Dios, en el sentido de desvincularse de Él, hay la esperanza, el deseo de reencontrarlo en la naturaleza, en todas las cosas admirables y asombrosas que existen en torno suyo. De este modo aparece el politeísmo, la creencia humana en una multitud de divinidades. En este estado, nos dice Sanz del Río, si bien aún no se aprecian las facultades morales del hombre que le son características, sí es propio de este tiempo o edad la oposición sin unidad, fragmentándose la realidad en distintos componentes y aconteciendo conflictos entre ellos, como el alma y el cuerpo, el individuo y la sociedad, etc.

-Tercer estadio: madurez o armonía

El último estadio o época da inicio cuando el hombre vuelve sobre sí mismo y descubre (o re-descubre) su conciencia, que se le revela como imagen de Dios, del Dios único (unidad de la propia conciencia). En este intervalo la actividad humana ya no está centrada y dirigida hacia el dominio exterior, en todo lo que le rodea, ya no es, se puede decir, una etapa centrífuga, sino que se convierte ahora en centrípeta, volcada al interior. Y es a través de ésa interiorización como el hombre ve y toma conciencia, se convence de su propia valía, lo cual le permite adquirir, finalmente,  una nueva perspectiva: la de su dignidad, su esencial integridad como ser. Es entonces cuando el hombre da un paso más allá y se pregunta por la conciencia divina superior, conciencia divina que es lazo de unión de todos los seres finitos. Es la unidad de la conciencia del yo la que posibilita, pues, entender la unidad de Dios. Y así es como se reinserta el monoteísmo, por la dinámica de la propia maduración humana. El hombre se pone en contacto con Dios y Su conocimiento provoca un renacimiento en todo el ser del hombre y sus facultades, ejemplificadas en la imaginación, el entendimiento y la razón.

El monoteísmo cristiano proclama la igualdad radical de todos los hombres, dado que todos ellos son hijos del mismo y único Dios. Desde esta perspectiva, nos dice Julián Sanz del Río, el cristianismo ha sido el elemento más trascendental en la historia de la civilización humana. Entendida como doctrina, el cristianismo es irreprochable y fuente de los valores humanos perennes, pero los cristianos devaluaron su pureza y autenticidad al tomar una actitud similar a la de los judíos: rechazaron el mensaje original y se enfrascaron en la persecución de los no cristianos. El cristianismo es prosigue Sanz del Río, “la flecha de la evolución de la historia que apunta al espíritu universal, al respeto y amor a todos los hombres a la vez que el respeto, también, a la naturaleza y a la ciencia. La unión de estos dos amores forman la armonía del mundo y de la historia, la unión de naturaleza y espíritu. Cuando los hombres vivan vinculados por el amor de Dios y refiriéndose a Él como causa primera y última, ésa será la vida bienaventurada” (Manuel Suances Marcos, Historia de la Filosofía Española Contemporánea, Síntesis, Madrid, 2010).

A esta tercera y definitiva etapa de la historia humana Sanz del Río la llama “Reino de la unitaria Humanidad en la tierra”, y es ella la que cumple ‘‘el Ideal de la Humanidad’’. Ésta edad, que aún no ha llegado, será la de la realización de la ‘ciudad universal’, una alianza común de los pueblos con Dios. Gracias a la unión íntima entre naturaleza y espíritu que lleva a cabo el hombre puede éste lograr su plenitud. 

Julián Sanz del Río (I)


Julián Sanz del Río, a quien conoceremos en esta nota en dos partes, fue el más destacado difusor y divulgador del krausismo español, y se convirtió en el líder del librepensamiento de nuestro país.

Su filosofía no es un sistema intelectual cerrado y acabado, sino más bien una especie de “religión”, que comprende una norma de vida y una conducta moral regidas desde una filosofía abierta. Francisco Giner de los Ríos, su más allegado discípulo, dijo que lo que su maestro se proponía, sin más, era “hacer hombres”, mediante un estímulo intelectual constante. Por tanto, el krausismo de Sanz del Río fue más que una filosofía: fue una religión, una ética y un modo de vida. Notables fueron las influencias que ejerció en la política y la sociedad de finales del siglo XX en España, y cómo incentivó y renovó el pensamiento.

Examinaremos dos apartados básicos de la filosofía de Julián Sanz del Río: su metafísica, primero, y su filosofía de la historia, en segundo y último lugar.

METAFÍSICA

Sanz del Río sigue muy de cerca a Krause en su pensamiento. Lo adapta, básicamente, pero comparte el grueso de sus nociones fundamentales. Es, pues, muy fiel a aquel.

El sistema filosófico de Sanz del Río es el llamado “realismo racional”. Como su nombre puede sugerir fácilmente, supone un realismo donde lo real, los “hechos como son”, los descubre la razón, siguiendo un modo y una metodologías científicas. El fin es conseguir, integrando todas las vistas parciales de un objeto o hecho, las relaciones y consecuencias que posee. El propósito último, pues, consiste en revelar la realidad, que tomará la forma de un Absoluto y que se identificará con Dios (no olvidemos el carácter metafísico de la filosofía krausista). La razón es la herramienta que Dios ha brindado al ser humano para que éste descubra a aquel; por lo tanto, el krausismo dará prioridad a las facultades humanas antes que a la fe para llegar a Dios. La razón no tiene que separarse de Dios, no hay que absolutizar a la razón (como hicieron el racionalismo y el idealismo absoluto); la razón humana trata de enlazar con la razón divina, por lo que la razón nos encauza a Dios.

Dos son las vías que conforman el sistema filosófico de Julián Sanz del Río: la analítica y la sintética.

      Vía Analítica

Aunque Sanz del Río busque, como Hegel, el Absoluto, lo hará iniciando dicha búsqueda desde un “análisis subjetivo de los contenidos de conciencia a través del cual el mundo se revela como un sistema” (Manuel Suances Marcos, Historia de la Filosofía Española Contemporánea). Conociendo el “yo”, por tanto, que es conciencia y autoconciencia, conocemos el cuerpo y el espíritu. Analizándolo iremos viendo, nos dice Sanz del Río, lo que se presenta en cada percepción, hasta ir componiendo paulatinamente todo ese gran organismo de verdades que conforma la ciencia.

Pero el yo se refiere al yo genuino, individual; no al género humano. Y el yo individual no es mero pensamiento, sino un compuesto de cuerpo y de espíritu, el “yo-hombre”. En el yo-hombre lo que cambia –el cuerpo– es algo que le sucede a algo que no cambia –el espíritu–. Ese sujeto que sostiene el cambio fluye en él, pero sin diluirse en el mismo cambiar. Permanece, pues, aún cambiando.

El yo es un organismo, un todo cuyas partes están armónicamente entrelazadas y ordenadas entre sí. El yo, por tanto, lo comprenden distintos elementos: pensamiento, sentimiento y voluntad. Todo ello está orientado desde la realidad interior. Este compuesto de cuerpo y espíritu que es el yo es, a su vez, un reflejo microcósmico de lo que ocurre en el cosmos macroscópico. Cuerpo y espíritu poseen, ciertamente, distintas naturalezas, pero se hallan relacionados. Es más, ambos reinos, que por separado no representan nuestra esencia verdadera, acabarán conjugándose en otro reino, superior: el reino de la Humanidad.

Y, ¿cuál es el fundamento de estas tres esencias parciales? Dado que todas ellas son finitas y no se sostienen por sí mismas, nos dice Sanz del Río, debe haber un fundamento infinito, subsistente por sí y que posibilite todas esas subsistencias finitas e incompletas. Las cosas, pues, serán “del fundamento, en el fundamento y según el fundamento”. Todo lo finito, por tanto, hallan en el Absoluto su razón y su explicación.
Aquí aparece la base panenteísta del krausismo español. El panenteísmo, tal y como lo defendió Krause, “afirma que la realidad del mundo como mundo-en-Dios. La comunidad entre Dios y el mundo es la comunidad de las esencias, las cuales no se reducen por ello a una esencia única; de lo que se trata no es de reducir, sino de integrar” (José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía).

Sanz del Río, como Krause, quiso evitar a toda costa identificar el ser de Dios y el de las criaturas. Así, las cosas no podían ser Dios; pero, tampoco, podían estar al margen de Él, excluidas de Él. La solución del panenteísmo es, finalmente, que las cosas son en el Absoluto.

El Ser Supremo, Dios, es justo y uno. No hay que hacer cábalas ni razonamientos abstractos acerca de su existencia, ni mucho menos hacer un problema de ello. Es absurdo porque, como señala Sanz del Río, “la existencia es su ser mismo”, y este Ser es causa y razón de todo lo demás. Todo nace de Él, ciertamente, pero no todo se identifica con Él (nuevo inciso en el rechazo del panteísmo).

Ahora bien, Dios, el Absoluto, no es sólo fundamento de nuestro ser, sino que también lo es de nuestro conocimiento. Nos dice Sanz del Río: “pensando, pienso el ser absoluto y bajo el absoluto, pienso racionalmente lo finito opuesto a mí y lo conozco”. Así pues, no solamente estamos en una relación de dependencia óntica con Él, con Dios (existimos en Él, recuérdese), sino también en otra de carácter gnoseológica. Es decir, Dios nos permite y facilita que Lo conozcamos y, por consiguiente, nos podamos conocer a nosotros mismos.

En el krausismo español se valora positivamente la razón, pero no como herramienta o remedio que todo lo puede gracias a la arrogancia o suficiencia del hombre, por una confianza desmedida en ella; antes al contrario, si el hombre se siente fuerte y confiado en el poder de la razón es porque, sencillamente, ésta procede de Dios. La razón permite Su conocimiento, el magno y supremo conocimiento. Y será a partir de este saber, desde esta ‘vista real suprema’, por el que nos será permitido el conocimiento, a través de su expansión y aplicación, de las demás cosas. Conocer a Dios se convierte, pues, en el punto focal. Como señala Manuel Suances Marcos, “el intento filosófico-teológico del krausismo consiste en cargar la mirada racional del hombre de esta luz divina para, desde ella, ver las cosas como fundadas en Dios”.

Vía Sintética

Dado que el saber de Dios supone la base, el cimiento de todos los demás, el krausismo tratará de alcanzar una sistematización científica que desvele la presencia de Dios en todo momento y en cualquier esfera del saber. Ese intento estará configurado por dos directrices principales: una teológica y la otra racional, porque siempre debe partir de Dios y siempre debe guiarse por medio de la razón, “mediante un proceso deductivo a partir del ‘principio objetivo’ que es el saber racional de Dios”. 

Puesto que el orden lógico se corresponde con el ontológico, si nos ponemos a describir los grados de conocimiento lo que estaremos haciendo es reproducir los grados de realidad. De la ciencia básica y fundamental cuyo objeto es la esencia divina se deducirán, pues, todas las ciencias particulares. Hay cuatro primeras que se derivan de la fundamental, y son: 1)-Teoría de la esencia original (Filosofía); 2-La ciencia de la razón o del Espiritu; 3-La ciencia de la Naturaleza; y 4-La teoría de la esencia integral (Antropología).

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Por tanto, lo que tenemos es una doble vía de saber: “en la Vía Analítica, la investigación se remonta inductivamente desde la intuición del yo, a través del cuerpo y del intelecto, hasta la intuición racional de dios. En la Metafísica Sintética, la investigación comienza deductivamente desde la intuición de Dios, a través de la Naturaleza y el Espíritu, hasta el Yo, el Hombre” (Suances Marcos, op. cit). El hombre es, en síntesis, la combinación de las dos esencias finitas del universo, una esencia que también es finita en su resultado, pero que es la más elevada que ha salido de las manos divinas.

El krausismo

Si hubo un cauce abierto, aunque unidireccional, entre la filosofía alemana y la española, fue gracias al krausismo. Hegel, tan presente en el resto del continente, no impregnó nuestro país, precisamente por la influencia de aquella escuela de pensamiento. Con ella, España atravesó una “renovación profunda, en sentido liberal y moderno, que afecta(ba) a la visión del hombre, del mundo, de la vida y de la sociedad…” (Á. Del Río, Historia de la literatura española, 1963). El krausismo llegó a ser la máxima expresión política y filosófica del liberalismo, inspirando la reforma, esa renovación de la sociedad española.

Uno de los motivos de que triunfara el krausismo en España se debió a que existía un paralelismo, una correspondencia y afinidad entre su contenido filosófico y espiritual, así como las implicaciones ético-sociales del krausismo, con la cultura española, empapada de sensibilidad religiosa y dispuesta a la reforma política que abrigaban los liberales.

En particular, hubo una conexión evidente entre el krausismo y la mística española. R. Llopis nos dice, en este sentido, que el “krausismo es una filosofía mística con una moral estoica… y ambas cosas tienen una espléndida tradición española”. Esto anda muy lejos de la dialéctica hegeliana, constituyendo otro motivo por el que no agradó Hegel en nuestro territorio.

Por otro lado, el propio Hegel promovía una disolución del individuo en el absoluto; pero los krausistas ponían énfasis en el individuo, en su libertad. Buscaban lo opuesto, pues, que el intervencionalismo estatal promulgado por el filósofo alemán.

De este modo, Hegel permanecía alejado de la corriente española filosófica de la época y el krausismo tomaba las riendas, precisamente por esa afinidad entre sus postulados y la tradición cultural española y las ansias político-sociales del liberalismo.

Etapas, difusión e influencia.

Si bien hay quien discute que los krausistas formaran, propiamente, una escuela, sí hay rasgos comunes entre sus miembros (por otro lado, bastante elitistas, pues siempre estuvieron ligados a las universidades, sin contacto directo con el pueblo llano), que permiten reconocer un núcleo de ideas compartidas. Aunque el foco de irradiación estuvo en la capital española, también hubo miembros en Sevilla, Valladolid, Salamanca, Valencia o Santiago de Compostela.

Suelen diferenciarse dos etapas del krausismo: una primera, en la que descollaron las figuras de Julián Sanz del Río (el introductor del krausismo en nuestro país, a quien dedicaremos unas notas futuras) y Fernando de Castro, y una segunda, que fue la más relevante para la expansión del krausismo, que tuvo a los más destacados pensadores Francisco Giner de los Ríos (que también analizaremos), Nicolás Salmerón, Gumersindo de Azcárate, además de muchos otros que seguirían luego sus pasos.

Tras la muerte de Sanz del Río, Nicolás Salmerón pasó a erigirse como su sucesor, pero sus contactos con la filosofía de corte positivista le animaron a adscribirse a ella, lo cual, unido con otra deserción (la de Francisco Paula de Canalejas, que tendió a abrazar un misticismo más de corte alemán, como el de Scheleimacher), dispersaron y diluyeron las raíces y la idiosincrasia del krausismo, abocándola a la pérdida de unidad y de liderazgo espiritual.

El krausismo quiso, aun dentro de su marcado carácter liberal, mantener y dotar a su sistema de pensamiento de una relevante carga religiosa, que ellos siempre sintieron como compatible. El personaje que quiso aunar estos dos elementos dentro del krausismo fue Fernando de Castro (1814-1874), y fue el máximo exponente de ese intento por conciliar los principios liberales con su religiosidad católica, religiosidad de la que acabaría apartándose finalmente. De Castro criticará al catolicismo porque ve en él una carencia de universalidad y espíritu cerrado, y aspira a una aplicación nueva de la religión más acorde con la idea proporcionada por la ciencia del hombre y de Dios. El “catolicismo liberal” proponía, pues, una confluencia de religiosidad, culto y moral pero sin renegar de los avances científicos y sujeta al cambio y a la mejora, como pedía el krausismo.

Sin embargo, como señala Manuel Sances (y de cuya obra, Historia de la filosofía española contemporánea, nos nutrimos amplia, casi literalmente), “todas las esperanzas se vinieron abajo. La condenación del liberalismo y, por tanto, de la libertad religiosa por la Syllabus y la encíclica Quanta Cura dio un golpe al espíritu de ese cristianismo liberal”. La Iglesia, en efecto, hizo cuanto estuvo en su mano para detener la conciliación con la modernidad, y una consecuencia fue que muchos intelectuales españolas terminaron convirtiéndose en escépticos o en heterodoxos. El catolicismo tradicional, temeroso de que ciertos valores de su identidad religiosa se vieran mermados u olvidados, acusó al krausismo en tres frentes: 1) por su panteísmo, al confundir “lo absoluto con lo uno y lo infinito con lo total”; 2) por su idealismo, ya que otorgan al ser divino la universalidad, para ellos (los tradicionalistas) una mera abstracción mental; y 3) por su ontologismo, pues pretenden captar “directa e inmediatamente la esencia divina, por delante de todo conocimiento discursivo de Dios”.

Por lo que respecta al pensamiento político, ya hemos comentado que el krausismo fue “la expresión ideológica del liberalismo de la burguesía progresista”. El krausismo presenta una concepción organicista del liberalismo, “según la cual la nación es un organismo vivo, una comunidad orgánica, [que] tiene una connotación romántica que postula un alma o espíritu que anima el organismo nacional”. Un representante distinguido de esta noción fue Gumersindo de Azcárate (1840-1917). Consciente de la imposibilidad real de armonizar catolicismo y liberalismo, finalmente se decantará por el progresismo liberal como único modo de reforma y mejora de la sociedad. Dio igualmente apoyo, en su día, a la Revolución del 68: “La insurrección es un derecho cuando un pueblo apela a este medio, perdida toda esperanza de poder utilizar los pacíficos, para recabar su soberanía y ser dueño de sus propios destinos”. Azcárate, aplicando su noción organicista del estado, abogó, por otro lado, por la defensa de la pluralidad de partidos políticos, de sus ideologías distintas, en una época en la que sólo estaba bien visto el apoyo a la unidad nacional.

La educación fue fundamental para el krausismo, pues era el motor de cambio social y de mejora moral auspiciado y promovido por esta escuela. Por descontado, si hubo una plasmación práctica del ideal educativo krausista ésa fue la Institución Libre de Enseñanza (ILE), de la que hablaremos en una próxima nota. Pero, además de ella, hay tres logros notables que merecen ser señalados en este ámbito:

1)      “Libertad de conciencia, como fuente de inspiración y creatividad (libertad de ciencia, inviolabilidad del magisterio y descentralización administrativa)”. La Universidad debía poseer total autonomía e independencia del Estado y la Iglesia, con lo cual se convertiría en la maestra y depositaria de la conciencia nacional.
2)      Igualdad de género e importancia de la familia. Ambos sexos tienen la misma dignidad, y son iguales en derechos; sin embargo, por su propia “naturaleza, la mujer tiene señalada una función específica: ser madre del hogar y de la sociedad”". A tal efecto se dieron cursos y conferencias, que se plasmarían más tarde en la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, de gran éxito. Su finalidad era dotar a las mujeres de conocimientos culturales, sociales y morales, no sólo para su propio beneficio, sino también para su eventual papel de maestras y educadoras.
3)      La Sociedad Abolicionista de España, tuvo en el krausismo un gran aliado, pues coincidía con sus postulados la supresión de la esclavitud. El krausismo promulgó leyes y proyectos antiesclavistas en territorios americanos y en las Antillas.

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...