7.12.14

Anaxágoras de Clazómenas, un pionero de las estrellas (Segunda Parte)


(Disponible en formato PDF en: Boletín Huygens, de la Agrupación Astronómica de la Safor, Valencia, España)

En la primera parte de este artículo, vimos las nociones primitivas que las antiguas culturas poseían acerca de los astros. Vimos, asimismo, cómo el mundo griego inauguró una concepción racional en la comprensión de los mismos, y cómo nuestro personaje, Anaxágoras de Clazómenas, ya dio muestras de heterodoxia y de disensión en el ámbito de las ideas puras. En esta segunda y última parte describiremos sus ideas astronómicas y las consecuencias que las mismas tuvieron para su propia vida.

Anaxágoras de Clazómenas, un pionero de las estrellas (Segunda Parte)


Como decíamos en la primera parte, si las meras afirmaciones filosóficas importunaron a grandes pensadores ulteriores a Anaxágoras, como Platón y Aristóteles por igual, sus tesis astronómicas y cosmológicas aún iban a producirles una indignación mayor. Como los textos propios de aquel acerca de estos temas son bastante escasos, para conocerlos cabe acudir a la doxografía —esto es, los textos de escritores posteriores que recogieron las opiniones de filósofos más antiguos, como en este caso Simplicio, Hipólito, Teofrasto y Diógenes Laercio, entre otros.

Recordemos, como punto de partida, que en las concepciones míticas las grandes fuerzas de la naturaleza se identificaban con dioses: así, por ejemplo, el Sol era uno de los más poderosos, dada su facultad de generar luz y proporcionar energía, permitiendo el crecimiento de las plantas y la maduración de alimentos.

Nadie dudaba (ni en Grecia ni en ningún otra cultura similar, por aquel entonces) que el Sol era un dios; sin embargo, Anaxágoras tenía una visión completamente distinta: para él, el Sol era, meramente, una roca ardiendo, un enorme globo de fuego en la distancia. Nada de divinidades celestiales a las que rendir tributo; nada de entelequias humanas para dotar de familiaridad al cosmos; nada de complejas relaciones entre dioses, ni de personificaciones vanas: el Sol era sólo una piedra al rojo vivo, que brillaba con luz propia por su gran calor. La naturaleza solar era, pues, material, no divina.

Anaxágoras se atrevió, incluso, a conjeturar las dimensiones de nuestra estrella (es difícil imaginar el impacto en su época de algo así: tratar de medir cuán grande era lo que hasta entonces se consideraba una divinidad...): dedujo que debía ser mayor que la península del Peloponeso, un tamaño considerable —tenía más de doscientos kilómetros en su segmento mayor durante la época del clazomenio—, aunque no mencionó ningún cálculo concreto[1]. Como en los casos de Tales y Anaximandro mencionados en la primer parte del artículo, lo que conviene destacar no es la corrección del dato, sino la revolución conceptual que suponía reemplazar el carácter mítico y divino de nuestra estrella en una simple sustancia material, así como su declaración de que poseía un tamaño similar a la distancia usualmente recorrida a caballo en dos días.

Si el Sol era, para Anaxágoras, sólo una roca caliente, la Luna debía ser, dado que no producía tanta luz como la estrella, una roca más fría. Más fría y opaca, además, ya que, al contrario que el Sol, su luz no podía ser propia; su luminosidad debía ser resultado del reflejo de la luz emanada por la estrella (para afirmar esto quizá percibió que la parte iluminada del satélite estaba siempre de frente al Sol), y que rebotaba desde su superficie hasta la Tierra, desde donde podíamos contemplarla. Tal superficie lunar, continuaba Anaxágoras, debía estar hecha de tierra, como nuestro mundo, y en ella habría planicies y simas. Hoy nos parece lógico hablar de “superficie lunar”, pero en tiempos del filósofo jonio la idea de que la Luna fuese tan sólo un cuerpo celeste propio, con sus accidentes singulares, montañas y valles, careciendo de cualquier tipo de esencia divina, era muy provocadora.

Persiste cierta inseguridad acerca de si, después de todo, Anaxágoras fue o no el primero en afirmar el carácter de la Luna como astro sin luz propia. Esto se debe a que en un fragmento conservado de Parménides puede leerse: “Fulgor de la noche en torno a la tierra, errante luz ajena”. Con “errante luz ajena” parece ser que Parménides se refería a la Luna y que trataba de señalar, si bien algo crípticamente, como solía ser habitual en él, que nuestro satélite carecía de luz propia, y que era el Sol el que la iluminaba. También hay otra referencia muy similar de Empédocles (483-424 antes de Cristo): “Redonda, gira en torno de la tierra, luz ajena” (fragmento 39). Pero como Empédocles fue coetáneo de Anaxágoras no sabemos muy bien quién sostuvo primero la idea.


 Figura 2: El Sol asoma por encima de la Tierra, con la Luna en primer plano. Anaxágoras tuvo la audacia (aunque erró en la forma de nuestro mundo, pues lo creyó plano) de concebir a los astros como cuerpos materiales desprovistos de cualidades divinas.

En cualquier caso, “la astronomía de Anaxágoras es, sin duda, mucho más racional que la de la mayoría de sus predecesores, sobre todo en lo referente a su opinión de que el sol, la luna y las estrellas son enormes piedras incandescentes[2]. Lo que motivó a Anaxágoras a sostener nociones tan novedosas en el siglo V antes de Cristo fue, posiblemente, la caída de un meteorito en Egospótamos, cerca de donde vivía antes de trasladarse a Atenas. Aunque la insinuación hecha por la tradición y recogida por Diógenes Laercio de que Anaxágoras fue capaz de predecir tal caída es a todas luces incorrecta, resulta más probable suponer que dicha caída sí le indujo a considerar la naturaleza y posición de los cuerpos celestes. Estos, siguiendo su propia noción del caso lunar, estarían compuestos por material pétreo, constituyendo rocas desprendidas de la propia Tierra, que arderían como focos inflamados a causa de la alta velocidad de su movimiento alrededor de nuestro planeta. Tal celeridad solía mantenerles en lo alto de ordinario, pero en ocasiones serían lanzados en dirección a la Tierra por su tendencia natural, como objetos pesados, a aproximársele y caer hacia ella, dando origen entonces a estrellas fugaces (meteoros) o meteoritos, caso de alcanzar la superficie.

En otro orden de cosas, recordemos que Tales de Mileto, como dijimos en la primera parte del artículo, pronosticó eclipses solares y los entendió como un fenómeno debido sólo a los movimientos de los astros. Esto constituyó un gran avance, pero fue Anaxágoras el primero que los explicó clara y concisamente, como recoge Hipólito con estas palabras: “La Luna está debajo del Sol y más próxima a nosotros. [...] Los eclipses de Luna se deben a que la oculta la Tierra o, a veces, los cuerpos que están debajo de aquella; los eclipses solares se deben a que lo oculta la Luna en sus novilunios. En otras palabras, que los primeros se deben a la interposición de nuestro planeta entre el Sol y la Luna, que transita entonces en el cono de sombra de la Tierra y el Sol, mientras los segundos ocurren por la interposición de la Luna entre la Tierra y el Sol.


Figura 3: esquema con la explicación de los eclipses solares y lunares, explicación que Anaxágoras, hace 2.500 años, ya dio en los mismos términos.

Anaxágoras advirtió que como el Sol, pero no la Luna, brindaba luz y calor, cabía concluir que no todos los astros eran iguales, aunque todos fueran astros, sosteniendo igualmente que si no sentíamos su calor (excepto el del Sol, desde luego) era a causa de que estaban a enormes distancias de nosotros y porque ocupaban además una región del espacio más fría. Por lo tanto cabía considerar al Sol, la Luna y las estrellas como un mismo tipo de cuerpos (nunca reiteraremos bastante la importancia de definirlos así, como cuerpos, y no como dioses...), aunque sus características físicas u orbitales pudieran ser muy distintas.

Esta innovadora apreciación del Sol, la Luna y las estrellas como piedras incandescentes, como sustancias materiales desprovistas de fundamentos míticos o divinos, suponía, asimismo, un nuevo juicio acerca de las mismas: porque si se trataba, en efecto, de astros que se elevaban y caían a nuestro mundo, ¿no podían ser ellos, pues, otros mundos? Si la Luna presentaba sus fases y, como la Tierra, poseía accidentes geográficos, ¿por qué considerar como mundo únicamente a ésta?

También aquí persiste cierta incertidumbre respecto a si Anaxágoras creyó o no en una pluralidad de mundos (es lo que tiene buscar sentido a escritos con una antigüedad de dos mil quinientos años...). Un texto de Simplicio recoge dos interpretaciones distintas: o bien que se refiera, en efecto, a mundos lejanos allende la Tierra, o bien, por el contrario, que su intención fuera la de especular con otras civilizaciones y pueblos desconocidos aún pero que se hallaban en aquella. Simplicio defiende la primera de las interpretaciones, pero reconoce sin embargo que la cuestión no está cerrada (tampoco lo está hoy, todavía).

No obstante, si seguimos la interpretación de Simplicio favorable a una multitud de mundos existentes, de este último fragmento (el número 4) se deriva, igualmente, otra notable afirmación: que tales mundos pueden estar habitados, poseer vida, animales y seres inteligentes —otros “hombres”, puede que dijera Anaxágoras...—, y que son semejantes a nosotros en cuanto poseen facultades similares y tratan de subsistir en su propio planeta. Postula Anaxágoras, pues, que no estamos solos en el universo, que, como en la Tierra, deben existir los seres pensantes, las ideas, y la conciencia en los desconocidos mundos del espacio. Así nos habla el clazomenio: “(Suponemos que) los hombres y los demás animales que tienen vida han sido formados como nosotros, y que los hombres tienen ciudades habitadas y campos cultivados como entre nosotros; que tienen sol, luna y todo lo demás como nosotros; y que la tierra les produce toda clase de variados productos, de los cuales se llevan a sus casas lo mejor y de ellos se sirven”. En febrero de 1600, unos dos mil años después, Giordano Bruno será quemado vivo en la hoguera por sostener ideas similares (y, también, por sus conflictivas nociones teológicas), y hasta el siglo pasado no fue considerada tal idea como plausible dentro de la comunidad científica. Esto señala (siempre que su intención en el fragmento 4 fuese la que sugiere Simplicio) la originalidad del planteamiento de Anaxágoras, capaz de imaginar la presencia, no de entidades divinas identificables con los astros, sino de seres semejantes a la especie humana, habitantes de planetas distantes que se interrogan acerca del cosmos y de sí mismos. Y recordemos que el clazomenio vivió en el siglo V antes de Cristo...


 Figura 4: si cierta interpretación de sus palabras es correcta, la pluralidad de los mundos habitados ya fue imaginada por Anaxágoras como una posibilidad en el siglo V antes de Cristo.

Anaxágoras también trató de explicar racionalmente la razón de que veamos la Vía Láctea, nuestra galaxia. Para la mitología griega la Vía Láctea era la leche que Hera, diosa del firmamento y esposa de Zeus, había derramado de sus pechos accidentalmente mientras daba de mamar a unos de sus hijos. Según Anaxágoras, sin embargo, y dado que el Sol era un astro de dimensiones inferiores a las de la Tierra, cuando la estrella se ocultaba por debajo de nuestro planeta, provocando la oscuridad nocturna, la Tierra generaba una sombra que se desplegaba sobre el fondo del firmamento, alcanzado una respetable extensión. Según esto, la Vía Láctea sería la “huella” de dicha sombra, una especie de fantasma del cuerpo terrestre que obstruye la luz solar y permite la contemplación de los astros que hay hacia esa dirección del espacio. Una propuesta sin duda imaginativa y sugerente pero, como sabemos ahora, completamente equivocada.

    En la actualidad todos admiraríamos a quienes tratasen de ampliar el horizonte intelectual de nuestra ciudad, que intentaran promocionar la investigación, la exploración, el interés por la cultura, y que tendiera puentes entre el cosmos y nosotros. Ello también sucedió en la Jonia, de donde procedía Anaxágoras, y en la propia Atenas durante un tiempo, pero sus innovaciones radicales, los cambios en la instrucción y orientación educativa que el propio Anaxágoras reclamaba, el paso de una mentalidad religiosa a una filosófica en tan poco tiempo, era demasiado difícil de aceptar para los grandes poderes de la polis.


Figura 5: el cráter lunar que lleva por nombre Anaxágoras, en una imagen de alta resolución obtenida por la sonda japonesa Selene-1 (Kayuga), en 2009 (JAXA/NHK/SELENE)

     Pericles gobernaba Atenas con esta visión de futuro, e iba ganando enemigos poco a poco. Anaxágoras, que, recordemos, era su maestro, había hecho una serie de afirmaciones de carácter excesivamente materialista, alejando los dioses del panorama de la ciudad y de la explicación del universo. Aunque en Atenas había aún libertad y tolerancia religiosas, los detractores de Pericles vieron en la figura del clazomenio la oportunidad de atacarle, de difamarle, y de hacerle perder el favor de la ciudadanía, ya que directamente no podían imputarle a aquel nada en su contra. Cuando Pericles envejeció, sus enemigos empezaron a censurar a todo el que recibía la simpatía del gobernante, a criticar aquellas opiniones y posturas que iban en contra de las costumbres y tradiciones de la polis, de modo que aprovecharon lo afirmado por Anaxágoras para acusarle de impiedad y ateísmo por enseñar que el Sol era sólo una piedra caliente y la Luna una aglomeración de tierra.

Según informa Diógenes Laercio, hay varias versiones de su proceso: unos cuentan que fue Cleón quien le acusó de impío y le condenó a pagar cinco talentos, además de ser desterrado; otros afirman que fue Tucídides, quien elaboró una campaña política contra Pericles, el que acusó además a Anaxágoras de partidismo persa —es decir, traición—, por lo que fue condenado a muerte. En todo caso, una vez sancionado por la asamblea fue arrestado y encarcelado, pero gracias a las mediaciones de Pericles pudo salir de la prisión y huir posteriormente de Atenas.


Figura 6: Anaxágoras de Clazómenas, según una singular representación de José de Ribera.

Anaxágoras puso rumbo entonces a su tierra, Jonia, donde fundó en Lámpsaco, una colonia milesia, su propia escuela de enseñanza, libre ya de los prejuicios y dogmas religiosos y sociales y de las hostilidades políticas a que fue tan adverso. Allí siguió el clazomenio dando clases hasta que murió, en el año 428 antes de Cristo, y siempre fue estimado y respetado por sus paisanos. Fue enterrado con todos los honores y, como deseo explícito de Anaxágoras, los niños de su escuela tuvieron fiesta en el día del aniversario de su muerte. Los habitantes de Lámpsaco, nos sigue contando Diógenes Laercio, rubricaron en su sepulcro este epitafio para despedir a su distinguido conciudadano:

aquí yace Anaxágoras ilustre,
que junto al fin de su vital carrera,
entendió plenamente los arcanos,
que en sí contiene la celeste esfera”.

Ciertamente no hubo otro presocrático tan capaz de comprender qué eran el Sol, la Luna y los puntos luminosos que colmaban el cielo nocturno. La visión del universo de este pionero fue el soporte en el que descansaría parte de la astronomía y cosmología griega posterior (exceptuando la figura plana de la Tierra), y el punto de partida de las concepciones modernas acerca de los astros que pueblan el cosmos.


- Bibliografía:

- ABBAGNANO, N., Historia de la filosofía, Vol. 1 y 2, Editorial Hora, Barcelona, 1994.
- GRIBBIN, J., Diccionario del Cosmos, Crítica, Barcelona, 1996.
- KIRK, C. S., y RAVEN, J. E., Los filósofos presocráticos, Gredos, Madrid, 1969.
- MOSTERÍN, J., El pensamiento arcaico, Alianza Editorial, Madrid, 2006.
- La Hélade, Alianza Editorial, Madrid, 2006.
- NORTH, J., Historia Fontana de la Astronomía y la Cosmología, FCE, México, 2001.


[1] John Gribbin, no obstante, afirma (Diccionario del Cosmos, Crítica, Barcelona, 1996) que partiendo de la suposición de que la Tierra era plana (Pitágoras había sugerido la esfericidad del planeta un tiempo antes del nacimiento de Anaxágoras, pero como lo hizo basándose en motivos místicos y geométricos éste acabó por rechazarla), éste calculó la altura del Sol —es decir, la distancia entre el Sol y la Tierra— en 6.400 kilómetros, y, a partir de tal dato, halló igualmente que el diámetro del Sol era de unos 56 kilómetros. Pero no parece que eso sea lo que se menciona en los fragmentos conservados escritos por Anaxágoras ni en la doxografía posterior (y, si así fuera, el tamaño asignado al Sol sería incoherente con que la estrella era mayor que el Peloponeso).
[2] Kirk, C. S., y Raven, J. E., Los filósofos presocráticos, Gredos, Madrid, 1969.

Anaxágoras de Clazómenas, un pionero de las estrellas (Primera Parte)


(Disponible en formato PDF en: Boletín Huygens, de la Agrupación Astronómica de la Safor, Valencia, España).

Anaxágoras de Clazómenas, un pionero de las estrellas (Primera Parte)

Siempre nos ha fascinado el mundo que nos rodea. Desde la magia del cielo estrellado o la danza de las abejas hasta la enormidad de las cordilleras o la forma de vida más diminuta, la belleza de la naturaleza y su misterio ha sido un reclamo constante para nosotros. Somos curiosos por instinto, pero también por gusto, y lo que nos caracteriza es no conformarnos con la contemplación o la mera admiración ante los fenómenos: además necesitamos comprender, descifrar el enigma. Saber por qué. Anaxágoras de Clazómenas fue uno de los primeros seres humanos en plantearse dicha pregunta aplicada al cielo, y en tratar de responder dentro del ámbito de la razón y la observación. En este artículo en dos partes analizaremos sucintamente la vida de este pensador y las implicaciones de sus nociones astronómicas.


En nuestros primeros ensayos —tímidos y confusos—
para lograr entender el funcionamiento del planeta y
el cosmos, necesitábamos una explicación que nos
ligara a la enormidad y complejidad del universo y,
al mismo tiempo, fuera comprensible y cercana: una
fórmula que estableciera, siquiera de modo superficial,
los motivos de lo que sucedía a nuestro alrededor sin
renunciar a la familiaridad del mundo conocido. Era
una idea muy razonable: es imposible entender algo sin
partir parcialmente de lo aprendido y transmitido por la
cultura y nuestra experiencia vital.

Para nuestros antepasados del periodo Neolítico (a
partir del 9000 antes de Cristo), la naturaleza debía
suponer una mezcla de inquietud e interés: un aparente
caos de fuerzas naturales en acción era responsable de
épocas climáticas serenas y abundancia de víveres, y
otras de sequías, inundaciones, enfermedades, plagas y
hambre. Tras este desconcierto, sin embargo, parecían
asomar hechos —diferentes posiciones del Sol a lo largo
del año, cambios repetitivos en la faz de la Luna, la
migración de los herbívoros y las aves y el crecimiento
de las plantas, condicionantes estos últimos de la caza y
las tareas agrícolas— que suscitaron un primitivo interés
por entender las causas que movían el mundo.
  
Poco a poco fuimos suponiendo que, detrás de ese
revoltijo de fenómenos azarosos, se escondían fuerzas de
increíble poder, generadas por entidades sobrenaturales
superiores a nosotros, los dioses, que fijaban el porvenir
y actuaban según sus propios apetitos y pasiones. Les
dimos nombres y tratamos de elaborar medios —ritos,
ofrendas, sacrificios— que nos comunicaran con ellos,
bien agradeciéndoles sus favores (buenas cosechas, hijos
sanos, etc.), bien para tratar de aplacarles si se enojaban
y arrojaban maldiciones sobre nuestro reino terrenal.
Explicando las conductas y comportamientos de estas
entidades sobrenaturales mediante una narración (el
“mito”) que describiera las fuerzas responsables que
las generaban, los pueblos —cuya mayor urgencia era
la supervivencia, mediante la caza o la agricultura, pero
también la comprensión del poder natural— entendía
por qué acontecían (aunque fuera sólo por el capricho
divino...). Recitándolos en ceremoniascreadas al efecto, 
y repetidos hasta que calaron en la memoria colectiva 
de la comunidad, los mitos calmaron las angustias
aldeanas procurando un cierto orden ante lo
imprevisto y una cierta familiaridad ante lo
desconocido.

En consecuencia, a través del Neolítico
fue conformándose un crisol de distintas
interpretaciones míticas del mundo,
propias de cada cultura, que contenían
diferentes nociones del cosmos y su origen,
las divinidades, los acontecimientos y el
destino, y que los pueblos protourbanos
elaborarían posteriormente con mayor
refinamiento. En paralelo nacía en algunos
de ellos un interés por la observación del
firmamento: el desplazamiento del Sol en el
cielo a lo largo de los meses (Sol alto, buen
tiempo y abundancia de luz; Sol bajo, frío y
oscuridad) permitía apreciar la alternancia de
las estaciones; estudiando las fases lunares se
podía componer un calendario computando
el tiempo transcurrido; y las posiciones de
las estrellas en momentos particulares del
año indicaban ciertos hechos singulares,
como por ejemplo la aparición de Sirio
—la más brillante de la noche—justo antes
de la salida del Sol, que los egipcios señalaron como
signo de las crecidas del río Nilo, ya hacia el año 3000
antes de Cristo. Gracias a la Astronomía primitiva la
agricultura obtuvo un mayor rendimiento, la navegación
fue más cómoda y se optimizaron las fechas de prácticas
militares o de fiestas religiosas.

Hacia el año 2000 antes de Cristo la Grecia antigua
se vio invadida por hordas de aguerridos pobladores
de las montañas, que arrasaron las ciudades mezclando
sus patrones de vida a los autóctonos. El resultado fue
una rica mixtura mítica que tras los siglos dio lugar,
unida a elementos lingüísticos, militares y culturales
procedentes de varios frentes (Creta, Egipto, etc.), a la
próspera y magnífica cultura micénica. Floreció entre
el 1600 y 1200 antes de Cristo y su colapso final, a
manos de los dorios, provocó una época oscura durante
cuatro centurias, en las que se detuvo la innovación y
el comercio, pero que vio resurgir sistemas religiosos
básicos y una añeja mitología imbuida de fuentes
previas, que conformarían los moldes de lo que hoy
llamamos la cultura griega clásica.

Hacia el 800 antes de Cristo los aristócratas micénicos
se deleitaban escuchando a los poetas recitar los cánticos
de los logros de su civilización, los sucesos y las
guerras, las aventuras de sus grandes héroes, la gloria
de un pasado perdido. Eran los tiempos de Homero,
que recopiló y dio estructura a aquellos poemas, los
cuales más tarde recibirían los nombres de la Ilíada
y la Odisea. La primera recoge las batallas micénicas
más esplendorosas, y la segunda las de corte marino;
en ambas el protagonismo es por igual para dioses y
hombres. Quizá estimulados por estos relatos los jonios
(descendientes de los griegos tras la debacle micénica,
que se cobijaban entonces en las costas de Anatolia)
reemprendieron el interés por el comercio, por conocer
otras culturas y mejorar sus condiciones de vida, además
de recuperar el legado de su propia historia.

También se redescubrió la escritura, olvidada desde
tiempos micénicos, que casi había convertido a los griegos
en analfabetos, y al recuperarse una lengua común,
que todos entendían aunque estuviera diversificada en
multitud de dialectos, se vieron a sí mismos como una
unidad lingüística frente a las extranjeras. Del mismo
modo reconocieron una misma religión basada en los
mitos establecidos por ciertos poetas y funcionarios, si
bien cada polis griega tenía un dios protector propio,
honrado con un culto particular. Mas la idea de que toda
Grecia, con sus polis y singularidades, era una misma
colectividad, un mismo grupo cultural (la Hélade) cuyos
habitantes eran helenos y que se diferenciaban de los
otros (los bárbaros) que no hablaban griego ni seguían
sus costumbres (técnicas y estilos artesanos, poemas y
canciones, modas, etc.), persistió y consolidó el carácter
autónomo y singular de esta cultura.

Los jonios, como hemos dicho, recuperaron la labor
comercial a gran escala y navegaron por el Mediterráneo
en su sector oriental, surcando sin descanso el mar
Egeo, Grecia, Egipto y lo que hoy es Israel, Líbano y
Siria, en un entusiasmado intento de explorar, descubrir
y compartir. Fundaron multitud de colonias, y realizaron
desarrollos notables en tecnología, arquitectura y
economía. Mileto, una ciudad costera, se erigió en
el siglo VI antes de Cristo como la principal polis
griega antigua, el foco de la cultura, las artes y el
saber práctico. Allí nacieron los primeros filósofos
(Tales, Anaximandro, Anaxímenes...), que también eran
comerciantes, navegantes y exploradores; gracias a
sus viajes informaron de nuevos conocimientos sobre
aritmética y geometría, basados en el saber babilónico
y egipcio, e inauguraron el pensamiento racional:
cosmología, filosofía, geografía e historia.

Aunque en términos generales los filósofos respetaron
la tradición mitológica, tales logros en todos los campos
del saber dio a estos sabios gran confianza en sus
propias posibilidades, por lo que juzgaron que era
posible revelar por qué existía el mundo y cómo operaba
sin el concurso directo de las divinidades. En general
decidieron respetar la tradición mítica, que, como hemos
visto, atribuía el transcurrir de los acontecimientos a la
acción y voluntad de las deidades, a sus tensiones y
conflictos, pero Tales y sus sucesores filósofos trataron
de responder a los mismos hechos sólo mediante el libre
examen intelectual, introduciendo explicaciones exentas
del influjo divino. Establecieron, de este modo, patrones
sencillos que reconocían, tras los fenómenos, una
especie de leyes primitivas encargadas de producir, por
medio de las apropiadas causas naturales, los efectos
observados en el mundo de los sentidos.

Así, por ejemplo, Tales (630-548 antes de Cristo)
proporcionó explicaciones (ingenuas e inadecuadas,
pero en absoluto mitológicas) de las crecidas del río
Nilo y —basándose en el ciclo babilónico del saros—
pronosticó la aparición de eclipses concibiéndolos
sólo como producto del movimiento de los astros;
Anaximandro (610-545 antes de Cristo), discípulo de
Tales, sugirió asimismo que el trueno tras el relámpago
en una tormenta de primavera no era debido al rugido del
colérico Zeus, sino al “ruido de una nube golpeada por
el viento”, y que el nivel de los mares iba descendiendo
paulatinamente —como así parecía indicarlo la presencia
de conchas marinas en tierras altas— debido a la
evaporación por la luz solar. Lo que cuenta no es, desde
luego, que acertaran en sus respuestas, sino el enfoque
que utilizaron, que las plantearan para “hallar una
explicación puramente naturalista del mundo y atenerse
a los datos de la experiencia” (nota 1).

Tanto Tales como Anaximandro elaboraron, asimismo,
sendas conjeturas acerca del origen del mundo y de las
cosas: según el primero todo surgía a partir del agua
—siendo la Tierra un disco que flotaba sobre un océano
gigantesco—, y según el segundo, a partir del ápeiron,
una sustancia indeterminada e ilimitada en movimiento
eterno a partir del cual se desarrollaron, por separación,
todas las cosas. Se trataba, como se ve, de cosmogonías
que abandonaban las referencias a dioses y entidades
sobrenaturales, sustentadas además en nuevos conceptos
(como arkhé —principio—, physis —naturaleza— o
kosmos —orden—, por ejemplo) empleados para llevar
a cabo una verdadera teoría explicativa del universo sin
recurrir a representaciones antropomórficas o a fuerzas
omnipotentes.

La búsqueda de una explicación material del universo,
alejada de la acción y voluntad de entidades divinas
(al menos, de las habituales dentro del esquema mítico
tradicional), constituye el llamado paso “del mito al
logos” griego. Esta perspectiva racional, inaugurada por
Tales y Anaximandro, florecerá con otras escuelas griegas
de pensamiento, verá el surgimiento de pensadores de la
talla de Pitágoras, Heráclito o Parménides, entre otros, y
culminará en la obra de Platón —aunque ésta no se halle
en absoluto exenta de aditivos míticos... — y Aristóteles,
ya en el siglo IV antes de Cristo.

Unos años antes, hacia -500, nace Anaxágoras, en
Clazómenas, un pequeño puerto jónico a orillas del mar
Egeo oriental, no lejos de la actual Esmirna. Anaxágoras
procedía de una familia adinerada, pero no quería ocuparse
de asuntos prácticos, mercantiles o comerciales,
por lo que cedió toda su herencia a sus parientes para
poder disponer así de tiempo y dedicarse a la reflexión
y el estudio. Parece ser que cuando le preguntaron cuál
era su propósito en la vida respondió: “Vivir para contemplar
el Sol, la luna y el cielo”. Alguien le amonestó
en una ocasión por centrarse demasiado en temas naturalistas
y dejar al margen cuestiones políticas o sociales,
acusándole de menospreciar su patria; pero Anaxágoras
respondió, elevando su dedo hacia el firmamento: “Mi
patria me importa muchísimo”. Cuando tenía unos
veinticinco años abandonó Clazómenas y se trasladó a
Atenas —donde introdujo la filosofía—, probablemente
a petición de su amigo y posteriormente alumno, el
gobernador Pericles, para ayudarle en la tarea de civilizar
a sus ciudadanos (lo que le traería complicaciones
más adelante, como veremos).














Figura 1: El Partenón ateniense, que Pericles 
mandó construir en el siglo V antes de Cristo. 
Anaxágoras fue maestro dePericles en la época 
más esplendorosa de Atenas, y éste iba a visitarle 
frecuentemente para pedirle consejo y recomendación.
(Wikipedia)

No conservamos apenas nada de los textos de
Anaxágoras, y aunque tenemos noticias de que escribió
algunas obras de temática miscelánea (geometría,
perspectiva, técnica dramática y cosas así), es probable
que sean atribuciones erróneas. Pero sí disponemos, por
el contrario, de fragmentos de un tratado suyo escrito en
prosa hacia 467, titulado Acerca de la naturaleza, que al
parecer tuvo mucho éxito —se vendía en los mercados
atenienses, según menciona Sócrates en un diálogo de
Platón.

Como paso previo a examinar los juicios astronómicos
de Anaxágoras resumamos antes un poco su filosofía.

Nuestro astrónomo partió de la doctrina milesia
de un único principio subyacente que explicaba la
realidad; pero la diversidad y el cambio del mundo, que
percibimos gracias a nuestros sentidos, le indujeron a
considerar la existencia de una realidad múltiple. Mas,
para Anaxágoras, los objetos que contenía la realidad no
estaban compuestos de cuatro elementos fundamentales,
como otros habían concebido —por ejemplo, Empédocles,
un filósofo pluralista contemporáneo suyo—, sino de
toda una infinidad de materiales o elementos, todos en
diferentes proporciones presentes en todas las cosas.
Por mucho que dividiéramos un objeto, afirmaba, nunca
llegaríamos a sus componentes básicos; incluso en la
parte más minúscula siempre habría porciones de todas
las cosas que la formaban: como decía, “en todo hay una
porción de todo” (nota 2).

A este número infinito de elementos
los denominó homeorías o semillas (spérmata), de
tamaño minúsculo pero divisibles hasta el infinito.
La realidad visible, pues, se componía de un sinfín
de semillas invisibles: como señaló, aunque con otras
palabras, “los fenómenos visibles son una revelación de
lo invisible”.

Según Anaxágoras no era posible la generación
(nacimiento) ni la desaparición (muerte) en modo
estricto, ni tampoco el vacío: en la physis sólo se
permitía la unión o la disgregación. Todo en el mundo
natural brotaba, pues, únicamente a partir de la unión y
combinación de semillas, y todo perecía cuando éstas
acababan disgregándose. Además, pese a la diversidad
de las cosas por las distintas proporciones de semillas
que las componían, y aunque aquellas estuvieran sujetas
a la generación y corrupción relativa, las semillas que las
conforman se concebían como eternas e inalterables.
Esta era la forma según la cual Anaxágoras entendía
organizada la materia. Pero cabía hallar un principio (hoy
diríamos una fuerza, pero en tiempos del clazomenio tal
concepto aún no existía) que activara la transformación
de la materia, que la modificara desde su estado de
unión al de disgregación, y viceversa. Tal principio lo
denominó Anaxágoras nous, un intelecto o “mente”
que, a partir del caos original, la masa informe, infinita
y estática de semillas, formó un kosmos, un sistema
ordenado en el que ya fueron posibles las relaciones
de generación y destrucción material, dando origen al
universo que conocemos.

Las características que Anaxágoras atribuyó al nous
—consciente e inteligente, separado de las semillas,
homogéneo, regente del movimiento material, etc.—,
conferían existencia a una entidad autónoma del propio
mundo, y que era la causa de su orden actual, “una
realidad infinita, separada de todo lo demás, mucho más
pura y sutil, igual a sí misma, inteligente y sabia” (nota 3).

Esto gustó mucho a Aristóteles (383-322 antes de Cristo)
posteriormente, que aplaudió la introducción del nous
por parte de nuestro astrónomo, pero su cumplido pronto
se resquebrajó y mudó en agrias críticas (como también
hizo Platón) al descubrir que Anaxágoras limitaba su
efecto como causa inicial de ordenación, sin aplicarlo
a ningún otro acontecimiento posterior. Anaxágoras,
en efecto, sostenía que una vez iniciado su movimiento
por el nous, el devenir del universo era enteramente
explicable gracias a las regularidades naturales (una idea
que, aplicada a la participación del concepto moderno
de Dios, aprobarían quizá hoy muchos científicos).

Por tanto, la suya fue una explicación materialista del
cosmos, muy alejada de la tradición dominante hasta
entonces.

Los disgustos que las ideas de Anaxágoras causaron
en Platón y Aristóteles expresan magníficamente su
radical novedad: nadaban a contracorriente, perturbaban
la normal descripción de los cielos y los principios que
regían su funcionamiento y suponían, además, prescindir
o abandonar a un segundo plano un ente tan notable
como la inteligencia ordenadora. No sorprende, pues,
que Aristóteles sentenciara a Anaxágoras afirmando en
su Metafísica que él y otros filósofos con inclinaciones
similares en realidad “no sabían lo que decían”. Esta
escasa participación de entes divinos en el transcurrir de
la naturaleza acarrearía al clazomenio, además de estos
airados comentarios, un grave apuro para su persona,
como pronto veremos.

Pero si las meras afirmaciones filosóficas importunaron
a grandes pensadores ulteriores a Anaxágoras, sus tesis
astronómicas y cosmológicas aún iban a producirles
una indignación mayor. Como los textos propios de
aquel acerca de estos temas son bastante escasos, para
conocerlos hay que acudir a la doxografía —esto es,
los textos de escritores posteriores que recogieron las
opiniones de filósofos más antiguos, como en este caso
Simplicio, Hipólito, Teofrasto y Diógenes Laercio, entre
otros.

Recordemos, como punto de partida, que en las
concepciones míticas las grandes fuerzas de la naturaleza
se identificaban con dioses: así, por ejemplo, el Sol era
uno de los más poderosos, dada su facultad de generar
luz y proporcionar energía, permitiendo el crecimiento
de las plantas y la maduración de alimentos. Nadie
dudaba (ni en Grecia ni en ningún otra cultura similar,
por aquel entonces) que el Sol era un dios; sin embargo,
Anaxágoras tenía una visión completamente distinta:
para él, el Sol era, meramente, una roca ardiendo,
un enorme globo de fuego en la distancia. Nada de
divinidades celestiales a las que rendir tributo; nada
de entelequias humanas para dotar de familiaridad al
cosmos; nada de complejas relaciones entre dioses, ni
de personificaciones vanas: el Sol era sólo una piedra al
rojo vivo, que brillaba con luz propia por su gran calor.
La naturaleza solar era, pues, material, no divina.


(Notas)

1:
 Abbagnano, N., Historia de la filosofía, Vol. 1,
Editorial Hora, Barcelona, 1994.
2:
 Fragmento 11, en la edición de los textos de los
presocráticos , por H. Diels y W. Kranz.
3:
 Reale, G., y Antiseri, D., Historia del pensamiento
filosófico y científico, Volumen 1, Herder, Barcelona,
1988

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