30.1.15

'Enéadas' de Plotino (selección)

1. LA PURIFICACIÓN DEL ALMA

1, 6, 5-9. "Tal vez será útil a nuestra investigación saber qué es la fealdad y por qué se manifiesta. Consideremos una alma fea, intemperante e injusta. Está llena de los mayores deseos y de la mayor inquietud, temerosa por cobardía, envidiosa por mezquindad. lndudablemente piensa, pero sólo piensa en objetos bajos y mortales. Ama los placeres impuros, vive la vida de las pasiones corporales, halla su placer en la fealdad. [...] Lleva una vida oscurecida por la mezcla del mal, una vida unida a mucho de muerte. No ve lo que una alma debe ver. No puede permanecer en sí misma, porque sin cesar se ve llamada hacia lo exterior, lo inferior y lo obscuro. [...] Como si alguien, hundido en el fango de un cenagal, no mostrase ya la belleza que poseía, y como si sólo se viese de él el fango que lo cubre. La fealdad le ha llegado por la adición de un elemento extraño, y si debe volver a ser bello, le costará lavarse y purificarse para ser lo que era. [...] La fealdad para el alma es no ser ni limpia ni pura, igual que para el oro, es estar lleno de tierra: si se separa esta tierra, queda el oro y es bello cuando está separado de las demás cosas y queda solo consigo mismo. Del mismo modo, el alma, separada de los deseos que tiene por el cuerpo, y de los que se ocupa demasiado, liberada de las demás pasiones, purificada de lo que contiene cuando está unida al cuerpo, deja toda la fealdad que le produce la otra naturaleza.

Según un dicho antiguo, la templanza, el valor, toda virtud, y la misma prudencia, son purificaciones. Por ello los misterios dicen con palabras encubiertas que el hombre que desciende al Hades sin haberse purificado será colocado en un cenagal, porque el impuro ama los fangales a causa de sus vicios, como se complacen con ellos los cerdos, cuyo cuerpo es impuro. ¿Qué será pues la templanza, sino separarse de los placeres del cuerpo y aun huir de ellos, porque son inmundos y no son los de un ser puro? El valor consiste en no temer a la muerte. Ahora bien, la muerte es la separación del alma y el cuerpo. Y no temerá esta separación aquel que desea estar separado del cuerpo. La grandeza del alma es el desprecio de las cosas de este mundo. La prudencia es el pensamiento que se aparta de las cosas de abajo y conduce al alma hacia las cosas de arriba. El alma, una vez purificada, se hace forma, razón, enteramente incorpórea, espiritual; pertenece entera a lo divino donde está el origen de la belleza. Por tanto el alma, reducida a la inteligencia, es mucho más bella. Pero la inteligencia es para el alma una belleza propia y no extraña, porque el alma está entonces realmente aislada. Por ello se dice con razón que el bien y la belleza del alma consisten en hacerse semejantes a Dios, porque de Dios viene lo bello y el destino de los seres. [...]
  
Hay pues que remontarse hacia el bien que toda alma desea. Si alguien lo ha visto, sabe lo que quiero decir y qué bello es. Como bien, es deseado, y el deseo tiende hacia él. Pero sólo lo alcanzan los que suben hacia arriba, se vuelven hacia él, y se despojan de los ropajes de los que se han revestido en su descenso; como los que se dirigen a los santuarios de los templos deben purificarse, quitarse sus antiguos vestidos y entrar sin ellos. Hasta que, habiendo abandonado en esta subida todo lo que es extraño a Dios, uno vea a solas en su aislamiento, su simplicidad y su pureza, a aquel de quien todo depende, hacia el que todo mira, por quien todo es, vive y piensa; porque él es la causa de la vida, de la inteligencia y del ser.
  
Si lo vemos, ¡qué amor y qué deseos sentiremos queriéndonos unir a él! ¡Qué asombro unido a qué placer! Porque el que no lo ha visto todavía puede tender hacia él como hacia un bien; pero el que lo ha visto, tiene que amarlo por su belleza, estar lleno de espanto y de placer, vivir en un espasmo bienhechor, amarlo con un amor verdadero lleno de ardientes deseos, reírse de los demás amores, y despreciar las pretendidas bellezas de antes. [...] Todas las demás bellezas son adquiridas, mezcladas, derivadas, venidas de él. Por tanto, si viésemos a aquel que da la belleza a todas las cosas, pero que la da permaneciendo el mismo y que no recibe nada en él, si permaneciésemos en esta contemplación, ¿de qué belleza careceríamos aún? Porque él es la verdadera y primera belleza, que hace bellos y amables a los que lo aman.
  
Por tanto se impone al alma un gran y supremo combate en que emplee todo su esfuerzo, a fin de no quedarse sin participar en la mejor de las visiones. El que la alcanza es feliz, disfrutando de esta visión dichosa. El que no la consigue es verdaderamente desgraciado. Porque el que no haya bellos colores o bellos cuerpos es tan desgraciado como el que no alcanza el poder, la magistratura o la realeza. [Mas es desgraciado quien no halla lo bello] en si y sólo. Debemos abandonar los reinos y la dominación de la tierra entera, del mar y del cielo, si por este abandono y este desprecio podemos volvernos hacia él y verlo.
  
Huyamos pues hacia nuestra bienamada patria, éste es el mejor consejo que puede darse. Pero ¿cuál es esta huida y cómo subir? Como Ulises que escapó, según dicen, de la maga Circe y de Calipso, es decir, según me parece, que no consintió en quedarse a su lado, a pesar de los placeres de los ojos y de todas las bellezas sensibles que allí encontraba. La patria es para nosotros el lugar de donde venimos y donde está nuestro padre. ¿Qué son pues este viaje y esta huida? No debemos realizarla con nuestros pies, porque nuestros pies nos llevan de una tierra a otra. Tampoco debemos preparar un tronco de caballos o un barco, sino que hay que dejar todo de lado y cesar de mirar, cambiar esta vista por otra y despertar la que todos poseen, pero que usan poco.
  
¿Y qué ve este ojo interior? Cuando se despierta, no puede ver bien los objetos brillantes. El alma misma debe acostumbrarse a ver, primero las ocupaciones bellas, después las obras bellas, no las que ejecutan las artes, sino las de los hombres de bien; después el alma de los que realizan estas obras bellas. ¿Cómo puede verse que el alma buena es semejante a lo bello? Vuelve sobre ti mismo y mira. Si no ves aún la belleza en ti, haz como el escultor de una estatua que debe llegar a ser bella: quita esto, rasca aquello, pule, alisa, hasta que saca del mármol una bella figura. Del mismo modo tú también quita lo superfluo, endereza lo que está torcido, limpia lo que está empañado para hacerlo brillante, y no ceses de esculpir tu propia estatua hasta que se manifieste el resplandor divino de la virtud, hasta que veas la templanza sentada en un trono sagrado. ¿Has llegado a esto? ¿Ves esto? ¿Tienes contigo mismo un trato puro, sin ningún obstáculo para tu unificación, sin que nada ajeno esté mezclado contigo mismo en tu interior? ¿Eres todo tú una luz verdadera, no una luz de tamaño y forma mensurables, sino una luz absolutamente sin medida, porque es superior a toda medida y toda cualidad? ¿Te ves en este estado? Entonces te has hecho visión. Ten confianza en ti: aún permaneciendo aquí, has subido y ya no necesitas guía. Dirige tu mirada y mira. Porque es el único ojo que ve la gran belleza. Pero si mira con las legañas del vicio sin estar purificado, o si es débil, tiene poca fuerza para ver los objetos muy brillantes, y no ve nada, aunque se halle en presencia de un objeto que puede ser visto. Porque es preciso que el ojo se haga semejante y connatural a su objeto para que pueda contemplarlo. Nunca un ojo verá el sol sin haberse hecho semejante al sol, ni una alma verá lo bello sin haberse hecho bella. Por tanto que cada cual se haga primero divino y bello si quiere contemplar a Dios y la belleza".

 II. EL ÉXTASIS

V, 5, 7-8. "Hay dos maneras de ver en acto. Para el ojo, por ejemplo, hay, por una parte, un objeto de visión que es la forma de la cosa sensible, y por otra parte [la luz] gracias a la que ve el objeto. La luz es vista por el ojo, aunque sea diferente de la forma; es la causa por la que ve la forma; pero es vista en la forma y con ella; por ello no tenemos sensación distinta de ella, ya que la mirada se dirige hacia el objeto iluminado. Pero cuando no hay nada más que la luz, se la ve de golpe por intuición. Sin embargo, incluso en este caso, sólo la vemos porque reposa en un objeto diferente [de ella]; si estuviese sola y sin sujeto, el sentido no podría percibirla. Así la luz del sol escaparía sin duda a los sentidos si no estuviese unida a ella una masa sólida. Pero si suponemos que el sol es todo luz, se comprenderá lo que quiero decir: la luz no estará unida entonces a la forma de un objeto visible, y será visible ella sola.

Igualmente, la visión de la inteligencia alcanza también los objetos iluminados por una luz diferente [de ellos]; ve realmente en ellos esta luz. Cuando su atención se dirige hacia la naturaleza de los objetos iluminados, la ve menos bien. Pero si deja estos objetos y mira la luz gracias a la que los ve, ve entonces la luz y el principio de la luz. [...]

También la inteligencia, corriendo un velo sobre los demás objetos y recogiéndose en su intimidad, no ve ya ningún objeto. Pero contempla entonces una luz que no es otra cosa, sino que le aparece súbitamente sola, pura y existente en si misma.
  
No sabe de dónde ha salido esta luz: de fuera o de dentro. Cuando ha cesado de verla, dice: «Era interior y sin embargo no lo era.» Y es que no hay que preguntar de dónde viene; no tiene lugar de origen; no viene para partir después, sino que a veces se muestra y a veces no se muestra. Por ello no debemos perseguirla, sino esperar tranquilamente a que aparezca, como el ojo espera la salida del sol. El astro, elevándose por encima del horizonte, saliendo del océano, como dicen los poetas, se ofrece a la vista para ser contemplado. Pero ¿de dónde se elevará aquel cuya imagen es nuestro sol? ¿Qué línea debe cruzar para aparecer? Debe elevarse por encima de la inteligencia que contempla. La inteligencia queda entonces inmóvil en su contemplación. No mira otra cosa que lo bello, y se vuelve hacia él y se entrega a él enteramente. Erguida y llena de vigor. ve que se hace más bella y más brillante, porque está cerca del principio. Sin embargo éste no viene, o si viene, es sin venir; y aparece, aunque no venga, porque está ahí antes que todo, incluso antes de la llegada de la inteligencia. Es la inteligencia la que se ve obligada a ir y venir, porque no sabe dónde debe quedarse y dónde reside el principio que no está en nada. Si a la inteligencia le fuese posible no quedarse en ninguna parte, no cesaría de ver el principio; o más bien no lo vería, sino que sería uno con él. Pero actualmente, porque es inteligencia, lo contempla, y lo contempla por esta parte que no es inteligencia en ella.
  
Esto es algo maravilloso: cómo está presente sin haber llegado, cómo, no estando en ninguna parte, no existe ningún lugar en donde no esté. Causa asombro. Pero para el que sabe, sería asombroso lo contrario".

VI, 7, 3135. "Cuando el alma se inflama de amor por él, se despoja de todas sus formas, incluso de la forma de lo inteligible que había en ella. No puede ni verlo ni armonizarse con él, si continúa ocupándose de otras cosas. No debe guardar nada para sí, ni el mal, ni aun el bien, a fin de recibirlo a solas. Supongamos que el alma tenga la suerte de que llegue a ella, o mejor aún que su presencia se le manifieste, cuando ella se ha apartado de las cosas presentes, y cuando se ha preparado haciéndose tan bella y tan parecida a él como le es posible, preparación y arreglo interiores muy conocidos de aquellos que los practican. Entonces lo ve aparecer súbitamente en ella. No hay nada entre ella y él. Ya no son dos, sino que los dos no hacen más que uno. Ya no hay distinción posible, mientras está allí. No siente su cuerpo porque está en él, ni dice que es ninguna otra cosa, ni un hombre, ni un ser vivo, ni un ser, ni nada: mirar estos objetos sería inconstancia, y ella no tiene ni tiempo ni deseo de hacerlo. Lo busca y cuando se presenta, ya no se ve a sí misma sino a él. ¿Qué es ella, pues, para ver? Es lo que ya no tiene tiempo de considerar. No cambiaría nada por él, aunque le prometiesen el cielo entero, porque sabe bien que nada es mejor y preferible al bien. No puede subir más alto, y las demás cosas, por altas que fuesen, la obligarían a descender. En este estado, puede juzgar y conocer que él es lo que ella deseaba, y puede afirmar que no hay nada por encima. No hay error aquí: ¿dónde puede hallarse algo más verdadero que lo verdadero? Así pues lo que dice existe; lo dice más tarde, lo dice tácitamente; la alegría que siente no es falsa. [...] Todo lo que antes era motivo de placer, dignidades, poder, riqueza, belleza, ciencia, todo lo desprecia, y lo dice; ¿lo diría si no hubiese encontrado el mejor de los bienes? No teme ningún mal mientras está con él y lo ve. Y si todo fuese destruido a su alrededor, lo permitiría de buena gana a fin de estar cerca de él a solas: tal es el exceso de su alegría.
  
Cuando lo ve, lo abandona todo. Del mismo modo que un hombre, cuando entra en una casa ricamente adornada, contempla y admira todas estas riquezas antes de ver al dueño de la casa. Pero cuando ve y ama a este dueño que no es una estatua sino que merece realmente ser contemplado, deja todo lo demás para contemplarlo a él sólo; fija la mirada en él y ya no la separa. Y a fuerza de mirarlo ya no ve más; el objeto de su visión acaba por confundirse con su misma visión. Lo que primero era un objeto se ha hecho visión, y olvida todos los demás espectáculos. Tal vez mantendríamos mejor la analogía si dijésemos que ante el visitante de la casa se presenta no ya un hombre sino un dios, y que no aparece ante los ojos del cuerpo sino que llena el alma con su presencia".
  
VI, 9, 9-II. "El verdadero objeto de nuestro amor está aquí abajo, y podemos unirnos a él, tomar nuestra parte de él y poseerlo realmente dejando de disiparnos en la carne. Todos los que han visto saben lo que digo. Saben que el alma tiene otra vida cuando se acerca a él, se mantiene cerca de él y participa de él. Entonces sabe que el que da la verdadera vida está ahí, y ya no necesita nada. Al contrario, debe rechazar todo lo demás y contentarse con él solo; debe hacerse el solo, suprimiendo todo lo que ha sido añadido. Entonces nos esforzamos en salir de aquí, rompemos los lazos que nos atan a las otras cosas, nos replegamos en nosotros mismos a fin de que no haya ninguna parte de nosotros que no esté en contacto con Dios. Aquí mismo es posible verlo y verse, en la medida en que es posible tener tales visiones. Nos vemos resplandecientes de luz y llenos de la luz inteligible, o nos convertimos nosotros mismos en una luz pura, un ser ligero y sin peso. Nos hacemos, o más bien somos un dios inflamado de amor, hasta que caemos bajo el peso y esta flor se marchita.
  
¿Por qué no nos quedamos allí arriba? Porque aún no hemos salido de aquí totalmente. Pero llegará un momento en que la contemplación será continua y sin el obstáculo del cuerpo. [...] Si aquel que ve se ve a sí mismo en este momento, se sentirá semejante a este objeto y tan simple como él. Pero tal vez no se debe emplear la expresión: verá. El objeto que ve (puesto que es preciso decir que hay dos cosas, un sujeto que ve y un objeto que es visto; decir que los dos son lo mismo, sería una gran audacia), lo que ve, por tanto, no lo ve como distinto de él y no se representa dos seres. Se ha hecho el otro, ya no es él; aquí abajo no subsiste nada de él; se ha hecho uno con él, como si hubiese hecho coincidir su propio centro con el centro universal. Incluso aquí abajo, cuando se encuentran no son más que uno, y sólo son dos cuando se separan. Y por ello es tan difícil expresar qué es esta contemplación. ¿Cómo declarar que es diferente de nosotros mismos, si no lo vemos diferente, sino formando uno con nosotros, cuando lo contemplamos?
  
Esto es lo que significa la orden que se da en los misterios de no revelar nada a los no-iniciados: porque lo divino no puede revelarse, se prohibe darlo a conocer a quien no ha tenido la buena suerte de verlo él mismo. Como aquí no hay dos cosas, como aquel que ve es uno con lo que es visto, o unido a él más que visto, si se acuerda después de esta unión con él, tendrá en sí mismo una imagen de él. El ser que contemplaba era entonces uno; no tenia en él ninguna diferencia consigo mismo, no había en él ninguna emoción; en su ascensión no tenía ni cólera ni deseo, ni razón, ni aun pensamiento. Y puesto que es preciso decirlo, él mismo ya no es: arrancado de sí mismo y arrebatado por el entusiasmo, se halla en un estado de calma y sosiego. No apartándose del ser [del bien], ya no da vueltas en torno a sí mismo, sino que permanece completamente inmóvil, convirtiéndose en la inmovilidad misma. Las cosas hermosas ya no atraen sus miradas, porque contempla por encima la belleza misma. Ha superado el coro de las virtudes como el hombre que entra en el santuario deja detrás de sí las estatuas situadas en el pórtico; y es lo primero que volverá a ver cuando saldrá del santuario después de haber contemplado en él y haberse unido no a una estatua ni a una imagen del dios, sino al mismo dios. Pero la contemplación que tenía en el santuario ¿era una contemplación? No, sin duda, sino un modo de visión completamente distinto: éxtasis, simplificación, abandono de sí mismo, deseo de un contacto, reposo, conocimiento de una conformidad, si contempla lo que está en el santuario. Si se mira de otro modo, ya nada le es presente.
  
Estas cosas son imágenes y modos con que los más sabios de los profetas han explicado en enigmas cómo es visto Dios. Pero un sacerdote sabio comprende el enigma, y llegado allí, comprende la contemplación del santuario. Y aún no llegando a él, aunque piense que el santuario es invisible, que es la fuente y el principio, sabrá que al principio se le ve por el principio, y que sólo lo semejante se une con lo semejante, y no descubrirá ninguno de los elementos divinos que el alma puede contener; y antes de la contemplación, pide lo demás a la contemplación.
  
Lo demás es para el que ha ascendido por encima de todas las cosas; porque es antes que todas las cosas. Porque el alma, por naturaleza, se niega a ir hasta la nada absoluta; cuando desciende, llega hasta el mal, que es un no-ser, pero no el no-ser absoluto. Y en dirección contraria, no va a un ser diferente de ella, sino que entra en sí misma, y entonces no está en otra cosa que en sí misma. Pero cuando está en ella sola y no en el ser, por ello mismo está en él. Porque él es una realidad que no es una esencia, sino que está más allá de la esencia, a la que el alma se une. Si uno pues se ve a sí mismo convertirse en él, se considera como una imagen de él. Partiendo de él, progresa como una imagen hasta su modelo (arquetipo) y llega al fin del viaje. Si el hombre decae en la contemplación, puede reavivar la virtud que hay en él. Comprende entonces su hermoso orden interior y recobra su ligereza de alma. Por la virtud llega hasta la inteligencia, y por la sabiduría hasta él. Tal es la vida de los dioses y de los hombres divinos y bienaventurados: liberarse de las cosas de este mundo, vivir sin hallar placer en ellas, huir solo hacia él solo".
  
III. EL UNO. LA TEOLOGÍA NEGATIVA

V, 3, 13. "El uno es anterior al algo. Por ello en verdad es inefable. Con cualquier cosa que se diga, se dirá algo. Y lo que está más allá de todas las cosas, más allá de la más alta inteligencia [lo que está más allá] de la verdad que hay en todas las, cosas, no tiene nombre. Porque este nombre sería una cosa distinta de él. No es una cosa más, ni tiene nombre porque nada se dice de él [como de un sujeto]. Sin embargo tratamos de designárnoslo a nosotros mismos tanto como sea posible".

V, 3, 14. "-¿Cómo podemos entonces hablar de él? --Podemos hablar de él, pero no expresarlo. No tenemos de él ni conocimiento ni pensamiento. --¿Cómo podemos hablar de él si no lo conocemos? --Porque sin aprehenderlo por el conocimiento, no nos quedamos del todo sin aprehenderlo. Lo aprehendemos lo suficiente para hablar de él, pero sin que nuestras palabras lo expresen en sí mismo. No decimos lo que es, sino que decimos lo que no es. Hablamos de él al hablar de las cosas que le son inferiores. Pero nada impide que lo aprehendamos sin expresarlo con palabras. Igual que los inspirados y los posesos ven hasta un cierto punto que tienen en sí algo más grande que ellos; no ven lo que es, pero de sus movimientos y de sus palabras sacan un cierto sentimiento de lo que los mueve, aunque estos movimientos sean distintos de lo que los mueve. Y parece que nosotros tenemos una relación análoga con él. Cuando alcanzamos la inteligencia pura y podemos usarla, vemos que él es la intimidad misma de la inteligencia, el que da la esencia y sus elementos. Él no es nada de todo esto, es superior a lo que nosotros llamamos el ser, es demasiado alto y demasiado grande para ser llamado ser. Superior al verbo, a la inteligencia y a la sensación, puesto que él las ha dado, no es ninguno de ellos".
  
V, 5, 6. "La esencia nacida de[l uno] es forma, porque no puede decirse que el uno engendre otra cosa [que una forma]. Pero no es la forma de algo, es la forma de todo que no deja fuera de ella ninguna otra [forma]. Es pues necesario que el uno sea sin forma. Siendo sin forma, no es esencia, porque la esencia debe ser esto o aquello, por tanto un ser determinado. Ahora bien, no es posible comprender el uno como algo concreto, porque no sería ya el principio, sino sólo aquello que enunciaríais. Si por otra parte, el ser engendrado contiene todas las cosas, ¿por cuál de ellas designaríais al uno'? Puesto que no es ninguna de ellas, sólo puede decirse que está más allá de todas. Y estas cosas son los seres y el ser; por tanto está más allá del ser. Decir que está más allá del ser, no es decir que es esto o aquello, ya que nada se afirma de él; no es decir su nombre, sólo es afirmar que no es esto o aquello. Esta expresión de ningún modo lo encierra, porque sería ridículo tratar de encerrar una inmensidad como la suya. Pretender hacerlo es apartarse del camino que conduce al débil vestigio que podemos tener de él. Del mismo modo que, para ver la naturaleza inteligible, es necesario no tener ninguna imagen de la cosas sensibles y contemplar lo que está más allá de lo sensible, así también para ver lo que está más allá de lo inteligible, es necesario apartar todo lo inteligible. Gracias a lo inteligible se conoce su existencia; pero para saber qué es, es preciso abandonar lo inteligible. Por otra parte su cualidad es no tener cualidad. El que no tiene quidditas tampoco tiene cualidad. No veis sufrir en la incertidumbre de lo que se debe decir: porque hablamos de una cosa inefable, y le damos nombres para designárnosla a nosotros mismos como podemos. Tal vez este nombre de uno no contiene nada más que la negación de lo múltiple. Los pitagóricos lo designaban simbólicamente entre ellos por Apolo, que significa la negación de la pluralidad. Si la palabra uno, y la cosa que designa, se tomase en un sentido positivo, [el principio] se haría menos claro para nosotros que si careciese completamente de nombre. Se emplea la palabra uno para empezar la investigación por el nombre que designa la máxima simplicidad; pero finalmente hay que negarle incluso este atributo que no es más digno que los otros de designar esta naturaleza que no puede conocerse por el oído, ni puede comprenderla el que la oye nombrar, sino tal vez solamente el que la ve. Y aun, si el que la ve trata de contemplar su forma, no la conocería".
  
VI, 7, 38. "No digamos tampoco que es, porque no tiene necesidad de ser. No digamos tampoco que es bueno, porque esto sólo conviene a una cosa de la que se dice que es. Si decimos que es. no es en el sentido con que se dice una cosa de otra, sino para designar que es. Decir de él que es el bien, no es decir que el bien le pertenece como atributo, sino que es designarlo a él mismo. Tampoco puede decirse: bien, sin hacerlo preceder del artículo. porque si se suprime el artículo, no hay nada que designar. [...] --Pero, ¿quién admitirá que una naturaleza así no tenga el sentimiento de sí misma'? ¿Por qué no tendrá este conocimiento: yo soy?--Esto no es posible. --¿Por qué no dirá de sí mismo: yo soy el bien? --Porque sería también decir de él que es.--Pero diciendo simplemente: el bien, ¿qué añadirá? Sin duda puede pensarse el bien sin añadir que es, si no se atribuye a un sujeto. Pero el que se piensa a sí mismo como el bien deberá absolutamente pensar: yo soy el bien. Si no, pensará el bien, pero no tendrá presente que este pensamiento es él. Debe pues pensar: yo soy el bien.--Si el bien es este pensamiento mismo, será el pensamiento no de él mismo, sino del bien, y él no será el bien sino el pensamiento. Si el pensamiento del bien es diferente del bien, cl bien es pues anterior al pensamiento que tiene de él. Y si es anterior al pensamiento, se basta a si mismo y para ser el bien no necesita pensarse a sí mismo. Por tanto no es en cuanto bien que se piensa, sino en cuanto será un ser determinado. Así pues no le pertenece nada más que una cierta aplicación simple a sí mismo".
  
VI, 8, 19-20. "Sin duda hay que comprender en este sentido la frase enigmática de los antiguos: está más allá de la esencia. No quiere decir sólo que engendra la esencia, sino que no es esclavo de una esencia. Es principio de la esencia que no ha hecho para él, sino que la ha dejado fuera de él porque no necesita de un ser que él haya hecho.

--¿Qué ocurre pues? ¿No resulta de esto que ha existido antes de nacer? Si se produce a sí mismo, en tanto que es producido, no existe aún; pero en tanto que produce. existe ya. Por tanto, existe antes de sí mismo, si es un propio producto.--Hay que responder que no debe considerarse un producto, sino un productor. Su producción de sí mismo está libre de toda traba, no tiene como fin ejecutar una obra, es un acto que no realiza un trabajo sino que es trabajo todo él porque entero. [Él y su producción de sí mismo] no son dos cosas, sino una sola.
  
No hay que temer poner un acto sin un ser [que actúe] porque es el acto primero; sino que hay que pensar que este acto es él mismo su sujeto. Si se pone como un sujeto sin acto, es defectuoso, él que es el principio, y es imperfecto, él que es más perfecto que todo. Si se añade el acto al sujeto, no se le conserva su unidad. Puesto que el acto es más perfecto que la esencia. y puesto que el principio es perfecto, se sigue que es acto. Cuando actúa, es él mismo. No puede decirse que existía antes de nacer, porque [cuando actúa] ya está entero. Su acto pues no está sometido a una esencia, sino que es pura libertad. Así [el uno] es por sí mismo lo que es. Si estuviese mantenido en la existencia por otra cosa, no sería el principio que procede de sí mismo. Si se dice, y con razón, que se contiene a sí mismo, es que se produce él mismo; ya que lo que contiene a una cosa por naturaleza, hace, también primero que exista. Si hubiese un tiempo en que hubiese empezado a ser, podría decirse, en sentido propio, que él se ha producido. Pero si es lo que es antes de toda la eternidad, al decir que se ha hecho él mismo, se quiere decir que el acto de hacer y él coinciden. Su ser es uno con su producción y en cierto modo con su generación eterna".
  
VI, 9, 3. "Siendo la naturaleza del uno productora de todas las cosas, no es nada de lo que produce. No es una cosa, no tiene cualidad ni cantidad, no es ni inteligencia ni alma, ano está en movimiento ni en reposo, no está en un lugar ni en el tiempo»; ella es en sí, esencia aislada de las otras, o mejor aún, es sin esencia porque es antes de toda esencia, antes del movimiento y el reposo; ya que estas propiedades se hallan en el ser y lo hacen múltiple.

--Pero, si no está en movimiento, ¿cómo no está en reposo? --Porque una de estas propiedades, o ambas, se hallan necesariamente en un ser, ya que lo que está en reposo participa del reposo y no es idéntico al reposo; por tanto el reposo es un accidente que se le añade, y entonces ya no es simple. Decimos que es una causa. Pero esto es atribuir un accidente no a él, sino a nosotros: es decir que tenemos algo de él, mientras que él permanece en sí mismo. Hablando con exactitud, no debe decirse esto ni aquello, sino tratar de enunciar con palabras nuestros propios sentimientos, abordándolo desde el exterior y dando vueltas en torno a él, unas veces de cerca, otra veces más lejos, por las dificultades que presenta".
  
VI, 9, 6. "Tampoco hay que decir de él: está consigo mismo bajo pena de no conservarle su unidad. Debe negársele el acto de pensar y de comprender, el pensamiento de sí mismo y de las demás cosas. Hay que situarlo, no en la categoría de los entes pensantes, sino más bien en la de pensamiento, porque el pensamiento no piensa, sino que es la causa de que otro piense; y la causa no es idéntica al efecto. Por consiguiente lo que es causa de todas las cosas, no es ninguna de ellas. Tampoco hay que llamarlo bien, porque produce el bien. Pero en otro sentido, es el bien que está por encima de todos los demás bienes".

 IV. LA PROCESIÓN DE LOS SERES

1, 8, 7. "En la cuestión de la necesidad del mal, puede responderse también así. Puesto que el bien no existe solo, hay necesariamente en la serie de las cosas que salen de él, o si se quiere que descienden o se apartan de él, un término último después del cual ya no puede ser producido nada más. Este término es el mal. Hay necesariamente alguna cosa después del primero; por tanto hay un término último. Este término es la materia que ya no tiene ninguna parte de bien. Tal es la necesidad del mal".
  
III, 8, 9-10. "El principio no es todas las cosas. sino que todas las cosas proceden de él. No es todas las cosas; no es ninguna de ellas a fin de poder producirlas todas. No es una multiplicidad a fin de ser el principio de la multiplicidad, porque el generador es siempre más simple que lo generado. Si ha producido la inteligencia debe ser más simple que ella. Suponiendo que el uno sea todas las cosas, o bien será todas las cosas una a una, o bien será todas a la vez. Si es un conjunto de todas las cosas, será posterior a las cosas; si es anterior a ellas, será diferente de ellas; si es simultáneo a ellas. no será su principio. Y es necesario que sea principio, y por consiguiente que sea anterior a todas las cosas a fin de que todas vengan después de él. Y [por otra parte] si es cada cosa una a una, cualquier cosa será idéntica a cualquier cosa, todo se confundirá, no habrá ninguna distinción. Por tanto el uno no es ninguno de los seres, sino que es anterior a todos los seres.
  
Así pues ¿qué es? La potencia de todo. Si no es, nada existe, ni los seres, ni la inteligencia, ni la vida primera ni ninguna otra. Siendo la causa de la vida, está por encima de la vida. La actividad de la vida, que es todo, no es primera, sino que mana de él como de una fuente. Imaginad una fuente que no tiene origen; da su agua a todos los ríos, pero no se agota por ello, permanece tranquila [en el mismo nivel]. Los ríos salidos de ella confunden al principio sus aguas, antes de que cada uno tome su curso particular, pero ya cada uno sabe a dónde lo arrastrará su fluir. [Imaginad también] la vida de un árbol inmenso. La vida circula a través del árbol entero; pero el principio de la vida permanece inmóvil; no se dispersa por todo el árbol sino que tiene su asiento en la raíz. Este principio proporciona a la planta la vida en sus manifestaciones múltiples. Y él permanece inmóvil. No es múltiple y es el principio de esta multiplicidad.
  
No hay en ello nada asombroso. [...] El principio no se reparte en el universo. Si se repartiese, el universo perecería; y no renacería más si su principio no permaneciese en sí mismo y diferente [de él]".

V, 2, 1-2. "El uno es todas las cosas y no es ninguna de ellas. Principio de todas las cosas, no es todas las cosas; pero es todas las cosas ya que todas en cierto modo vuelven a él; o más bien desde este punto de vista no son aún, pero serán.--¿Cómo vienen del uno, que es simple y que en su identidad no muestra ninguna diversidad, ningún doblez?--Porque ninguna está en él, todas vienen de él. Para que el ser sea el uno no es el ser, sino el productor del ser. El ser es como su primogénito. El uno es perfecto porque no busca nada, no posee nada y no necesita nada. Siendo perfecto, sobreabunda, y esta sobreabundancia produce otra cosa. La cosa producida se vuelve hacia él, es fecundada y volviendo su mirada hacia él, se hace inteligencia. Su detención, con referencia al uno, la produce como ser, y su mirada vuelta hacia él, como inteligencia. Y como se ha detenido para contemplarlo, se hace a la vez inteligencia y ser.
  
Siendo semejante al uno, produce como él, derramando su múltiple potencia. Lo que produce es una imagen de Sí misma. Se derrama como se ha derramado el uno, que es antes que ella. Este acto, que procede del ser, es el alma. Y en esta generación la inteligencia permanece inmóvil. Lo mismo que el uno, que es antes que la inteligencia, permanece inmóvil produciendo la inteligencia.

Pero el alma no permanece inmóvil al producir; se mueve para engendrar una imagen [de sí misma]. Volviéndose hacia [el ser] de donde procede, es fecundada; y avanzando con un movimiento inverso, engendra esta imagen de sí misma que es la sensación y la naturaleza vegetal. Pero nada está separado ni cortado de lo que le precede. Así cl alma parece progresar hasta las plantas. Progresa de un cierto modo, porque el principio vegetativo le pertenece: pero no progresa entera en las plantas porque, al descender hasta ahí, produce otra hipóstasis por esta misma procesión y por benevolencia hacia sus inferiores. Pero deja que permanezca inmóvil en sí misma esta parte superior de sí misma que está unida a la inteligencia y constituye su propia inteligencia.
  
La procesión se efectúa pues del primero al último. Cada cosa permanece siempre en su lugar. La cosa producida tiene un rango inferior a su productor. Y cada cosa .se hace idéntica a su guía en tanto que lo sigue. [...]

Así todas las cosas son el principio y no son el principio. Son el principio porque derivan de él; no son el principio porque éste permanece en sí mismo al darles la existencia. Todas las cosas son pues como un camino que se extiende en línea recta. Cada uno de los puntos sucesivos de la línea es diferente, pero la línea entera es continua. Tiene puntos siempre diferentes, pero el punto anterior no muere en el que lo sigue".
  
V, 3, 12. "Es razonable admitir que el acto que emana de algún modo del uno es como la luz que emana del sol. Toda la naturaleza inteligible es una luz. De pie en la cima de lo inteligible y por encima de él reina el uno, que no lanza fuera de si la luz que irradia. O aún admitiremos que el uno es, antes de la luz, otra luz que resplandece sobre lo inteligible permaneciendo inmóvil. El ser que viene del uno no se separa de él y no es idéntico a él; no carece de esencia y no es como un ciego: ve, se conoce a sí mismo, es el primer [ser] que conoce. El uno está más allá del conocimiento, igual que está más allá de la inteligencia, no tiene más necesidad de la inteligencia que de otra cosa. El conocimiento está en una naturaleza de segundo rango. Porque el conocimiento es una cierta unidad; y él es simplemente unidad. Si fuese una cierta unidad, no seria el uno en sí. Y el uno es anterior a cualquier cosa".
  
VI, 9, 9. "En esta danza [sagrada] se contempla la fuente de la vida, la fuente de la inteligencia, el principio del ser, la causa del bien, la raíz del alma. Todas estas cosas no se derraman de él disminuyéndolo, porque no es una masa corpórea: de otro modo, serían perecederos sus productos, y son eternos porque su principio permanece idéntico a sí mismo. No se reparte entre ellos, sino que permanece entero. Por ello sus productos son también permanentes, como la luz que subsiste mientras subsiste el sol. Porque no hay corte entre él y nosotros, ni estamos separados de él, aunque la naturaleza corpórea, al introducirse, tira de nosotros hacia ella. Por él nos es dado vivir y conservarnos; pero no retira sus dones; continúa siempre dándonoslos, mientras sea lo que es."

Enéadas (selección), R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos. Edad Antigua, Herder, Barcelona 1982, p.113-129.

Conceptos y términos: 'Solipsismo'


Si uno es un idealista radical y un escéptico radical, no puede por menos que ser un solipsista. El solipsismo, en efecto, se deriva del escepticismo, que parte de dudar de la certeza de las creencias y del alcance del conocimiento; así como del idealismo, que se basa en la suposición de que son las ideas la auténtica realidad del mundo; conocer dicha realidad sólo es posible si conocemos los actos de nuestra conciencia. Seguramente mejor lo expresa Ferrater Mora: “El idealismo subjetivo gnoseológico, que reduce todos los objetos, como objetos de conocimiento, a contenidos de conciencia, y el idealismo metafísico, que niega la existencia o, mejor dicho, la subsistencia, del mundo externo, conducen al solipsismo”.

La palabra solipsismo procede de dos vocablos latinos: solus e ipse, que significan “sólo uno mismo”. Por lo tanto, el solipsismo es la creencia de que sólo existe uno mismo, es decir, mi propia mente, con sus ideas y sus representaciones. Tomas Vinci lo define como la “doctrina que afirma la existencia de una perspectiva en primera persona que posee características privilegiadas e irreducibles, que suponen distintos tipos de aislamiento con respecto a cualesquiera otras personas o cosas externas que puedan existir”.

¿Cómo puede llegarse a una afirmación tan radical? Todo se reduce a suponer que existe un único modo de conocer la realidad y que éste criterio exclusivo es la verdad que el propio sujeto va descubriendo gracias a su naturaleza pensante.

Hay que diferenciar básicamente el solipsismo metodológico del solipsismo metafísico. El primero de ellos no pretende rechazar la idea de que no haya más que nuestra mente; antes el contrario, lo que pretende es que las verdades sedimenten en una base firme, verdades que posteriormente serán tomadas como principios. Así, René Descartes, que creía en la verdad de las ideas, se vio abocado al solipsismo en último término, y sólo pudo evitarlo introduciendo como garante a Dios, pero se trató de un solipsismo descafeinado, débil, por así decir, porque Descartes sólo lo empleó, efectivamente, tratando de fundamentar un saber verdadero de la realidad.

Hay algunas variantes del solipsismo. Mencionemos algunas. A veces se dice que los referentes o significados de las palabras son entidades mentales a los cuales sólo tiene acceso el usuario del lenguaje. Esto sería el solipsismo semántico. Para Thomas Nagel, por otro lado, que sostiene un solipsismo empático, es imposible entender precisa y adecuadamente la experiencia de seres sintientes que no seamos nosotros mismos, por lo que siempre estaremos realmente aislados de los demás, por mucho contacto social que tengamos… una tesis un poco deprimente. El solipsismo ontológico es la formulación radical de esta postura, que ya hemos mencionado y que en sus formas más extremas llega a decir que “lo único de lo que puede decirse significativamente que exista es de nosotros mismos o de nuestros estados mentales (Tomas Vinci, en la entrada solipsismo del Diccionario Akal de Filosofía, Robert Auri (ed.), Madrid, 2004).

Leamos a Ferrater Mora, que nos ilustra con las siguientes palabras: “Así, el solipsismo stricto sensu es aquel que queda encerrado en los límites del solus ipse sin posibilidad de salida al exterior […] El solipsismo extremo y consecuente se halla, por lo tanto, en quienes, como Schuppe y, sobre todo, como Schubert-Soldern, pretenden atenerse de tal modo a la positividad de lo dado, que lo dado sólo puede serlo a una conciencia, esto es, a la propia. Por lo demás, Schubert-Soldern defendió explícitamente la posición solipsista, por cuanto ésta era, a su entender, la única forma de evitar la afirmación metafísica de la  trascendencia”.

Alguien que se pregunte si (o, más radicalmente, que afirme) que uno mismo es todo lo que existe y que rete a cualquier otro a rebatirle, lleva las de ganar, en el sentido de que la actitud solipsista llevada a su extremo es completamente irrefutable. Esto es así porque nuestra experiencia del mundo, nuestra vivencia de él no puede ser otra, independientemente de si existen las cosas o los seres externos o si todo es producto de estados internos de mí mismo, como señala Antoni Martinez Riu.

El famoso Bertrand Russell mencionaba a veces una carta que recibió en una ocasión, y no de cualquiera, sino de una lógica de renombre, Christine Ladd-Franklin. En esta carta, la filósofa defendía que ella misma era solipsista; es más, su postura le parecía tan obvia, tan manifiesta, que no entendía cómo era posible que todos los demás filósofos no lo fueran igualmente y no aceptaran sus razones. Para ella, el solipsismo era completamente irrefutable. Y, sí, el solipsismo es irrefutable, porque estamos, todos, encadenados al “predicamento egocéntrico”, es decir: cualquier cosa que conozcamos del mundo parte de la información que nos llega y que nuestros sentidos captan y el cerebro procesa. La experiencia que de él tenemos (o sea, todo aquello que vemos, sentimos, olemos, oímos, etc. ) es nuestro “mundo fenoménico”. Y éste mundo fenoménico es todo lo que alcanzamos a percibir; no podemos ir más allá de él, más allá de lo que podemos percibir, y nuestra experiencia debe limitarse, pues, a aquello que experimentamos. Esto nos impide, por tanto, poder demostrar que el mundo fenoménico de otra persona tenga la misma entidad, que sea tan real, como la que predicamos de la nuestra. Lo dice más concisamente Antoni Martinez Riu: “la exterioridad no puede probarse directamente”.


En tono más jocoso, como era habitual en él, Martin Gardner nos dice: “el solipsismo es la creencia insensata de que sólo existe uno mismo. Todas las otras partes del universo, incluida la otra gente, son ficciones insustanciales de la mente de la persona individual, que es lo único verdaderamente real. Es casi lo mismo que pensar que uno es Dios, y que yo sepa, nunca ha habido un auténtico solipsista que no acabara en una institución mental o que en el pasado no fuera considerado loco”. (Los porqués de un escriba filósofo, Tusquets, Barcelona, 1989).

Plotino (y IV): unión mística y éxtasis final


El hombre tiene una tendencia natural a elevarse hacia el Uno. Esa tendencia permite reconquistar la libertad para el alma, desconectándola de lo temporal y lo heterogéneo para que vuelva a ella misma, al Uno.

Todas las cosas tienden hacia Él [el Uno] y lo desean por una necesidad de su naturaleza, como si sospechasen que no pueden existir sin Él (V 5, 12).

Volver al Uno parte de observar y deleitarse con la belleza a nuestro alrededor, pero hay que desprenderse de ella para dar el paso definitivo. Hay que saber distinguir con claridad qué es el Uno y qué no, y esto no es posible sino por medio de la actividad intelectual. No todos podrán hacerlo; retornar al Uno es, por así decir, una prerrogativa de amantes, de músicos y de filósofos. ¿Por qué ellos y los demás no? Porque, nos dice Plotino, éstos tienen en sí el anhelo de liberarse de lo material y lo sensible.

El músico tiene más accesible ese camino porque busca la belleza en los sonidos, evita aquello que se presenta discordante y que carece de la unidad y homogeneidad. Como nos dice en neoplatónico: Hay que conducirlo, por tanto, más allá de estos sonidos, ritmos y figuras sensibles […] e instruirle de que el objeto de su embeleso era aquella Armonía inteligible y aquella Belleza presente en ella. En suma, la Belleza, no tal belleza particular a solas (13, 1). Al amante, por su parte, cabe “enseñarle, pues, a no quedarse embelesado ante un solo cuerpo dando de bruces en él, sino que hay que conducirle con el razonamiento a la universalidad de los cuerpos, mostrándole esa belleza que es la misma en todos, y que ésta debe ser tenida por distinta de los cuerpos y de origen distinto […]. Después hay que enseñarle cómo se implantan, y remontarse ya de las virtudes a la Inteligencia, al Ser (I 3, 2. Platón, Banquete 210 a-212 a). Por último, el filósofo tiende por sí mismo hacia lo alto, porque está, según dijo Platón en su Fedro, como “provisto de alas”. Con todo, hay que hacer del filósofo un “dialéctico consumado”, dado que el retorno al Uno procede dialécticamente.

La dialéctica nos abre la vía de la asimilación con lo divino en dos fases: primero, pasa de lo sensible a lo inteligible; después, de esto último hasta identificarse con el Uno. Hay que vivir en lo sensible como si ello realmente estuviera dirigido hacia lo inteligible. El filósofo va más allá de sus meras limitaciones corpóreas y se dirige a lo divino y eterno. En síntesis: «esforzarse en elevar lo que de divino hay en nosotros hacia lo que de divino hay en el universo».

¿Cómo lo podemos conseguir? No, obviamente, sin una profunda purificación y contemplación. El alma precisa de este saneamiento, de una depuración total para que se le permita hollar su destino: convertirse en un reflejo fiel de la Razón Universal. Para lograr este propósito hay que estimular lo intelectivo, la razón, hasta que ella misma se abandone cuando, por fin, se alcance el Bien en sí:

El conocimiento o el contacto del Bien son lo más grande que podemos alcanzar; dice Platón [en La República] que se trata del conocimiento más elevado,… no la visión misma del Bien, sino el conocimiento que le precede. Las analogías, las negaciones, el conocimiento de los seres que salen de Él… dirigen nuestro camino hasta nuestras propias purificaciones… Es así como llegamos a contemplarnos a nosotros mismos y a las otras cosas y como nos convertimos en objeto de contemplación. Somos ya esencia, inteligencia y ser vivo total que no ve en modo alguno el bien externo. He aquí un estado en el que nos hallamos cerca del Bien y Él a distancia inmediata.

La racionalidad, la labor de la razón, nos ha venido ayudando en este trance, pero a partir de ahora, ya casi en contacto y a la luz del Bien, dicha inteligibilidad pierde su sentido y se nos encauza, como dice Platón en su Fedro, «hasta la morada de lo bello». ¿Y qué vemos allí? No objetos, ya, sino la misma luz (es decir, el Uno). Así, no hay luz que incida en objetos y nos permita su contemplación; “No existe, pues, la distinción entre el objeto que se ve y la luz que nos lo ofrece, como no hay igualmente una inteligencia y un objeto pensado, sino una luz que engendra ambas cosas y hace que existan por debajo de ella” (VI 7, 36, 2 y ss.).

Plotino considera que para alcanzar la felicidad hay que abandonar lo sensible y lo material, pero no hacerlo en otra vida, sino en ésta, en vida del propio hombre. Por lo tanto, la felicidad se puede lograr aquí y ahora, por así decir. Se trata de una característica de la filosofía helenística que la tradición cristiana invertirá posteriormente. Para Plotino, la unión mística con la divinidad no requiere de la gracia divina, sino que es “natural”. Las virtudes, de acuerdo con nuestro neoplatónico, son la base que posibilitan acercarnos a la divinidad, pero no son un fin en sí mismas, puesto que la «la meta de nuestro afán no es quedar libres de culpa, sino ser dios» (I 2, 6). No es gracias a las virtudes cívicas por las que nos asemejamos a la divinidad, pues el Uno carece de dichas virtudes; si logramos dicha semejanza es por las virtudes superiores, por medio de las cuales purificamos el alma. Todo aquel que posee las virtudes superiores posee necesariamente las inferiores, pero quien posee las inferiores no por ello posee las superiores Dichas virtudes consisten en permitirnos contemplar “las improntas del mundo Inteligible como resultado de la conversión del alma a la Inteligencia gracias a la reminiscencia. El objeto de la purificación radica en desvincular al alma de las cosas del cuerpo evitando toda clase de faltas” (Salvador Mas, Historia de la Filosofía Antigua, UNED, Madrid, 2006. De esta obra nos valemos, casi en exclusiva, para las presentes notas).

Si logramos esa semejanza primeriza con lo divino, entonces estamos preparados para proseguir el camino con el fin de reunificarnos con lo Absoluto. Es el camino inverso que del propio Uno, diferenciándose y diseminándose en lo múltiple. Volver al Uno, ahora para nosotros, es evitar, eliminar cualquier diferenciación. En realidad, no es sólo esto lo que hay que eliminar, sólo las diferenciaciones externas o corpóreas; hay que perderlo y perderse del todo, hay que perderse en la nada. Sólo así el alma, vacía de cualquier otro rasgo, puede dejarse poseer por el Bien. Así, vacía, en realidad se llena, se colma, y logra la plenitud de su ser. Es el éxtasis:

“Porque quizás no deba hablarse ahora de una contemplación, sino de otro tipo de visión, por ejemplo, de un éxtasis, de una simplificación, de un abandono de sí, del deseo de un contacto” (VI 9, 11).

Contemplar, de este modo, significa unirnos con lo contemplado; la dualidad “sujeto-objeto” pierde todo sentido: “Uno mismo es el ser que ve con su objeto, acontece como si hubiese hecho coincidir su centro con el centro universal. (VI 9, 10).

Por medio de las fuerzas que proporciona la experiencia mística (que, por cierto, no es la unión total y definitiva con la divinidad, algo que es eterno y sólo se alcanza tras la muerte), el filósofo descubre que toda acción moral tiene un doble rostro, o un doble fin; o, mejor dicho, que las mencionadas virtudes cívicas y las superiores pueden consumarse en el ámbito cívico, las primeras, y en el personal, en el segundo. La idea no es que el hombre lleve una vida de bien, sino que su vida sea la de los dioses. Por lo tanto, nos dice Plotino, “el virtuoso será consciente de sus virtudes [cívicas] y del partido que ha de sacar de ellas; y fácilmente actuará, según las circunstancias, de conformidad con algunas de ellas; pero, alcanzados ya otros principios superiores y medidas, actuará según ellos […]. Porque se trata de un asemejamiento a los dioses, no a los hombres de bien (I 2, 7).

La noción plotiniana de la inefabilidad del Uno y su concepción del éxtasis tuvo una influencia muy notable en la teología negativa y, obviamente, en toda la tradición mística posterior. Su teoría de las Tres Hipóstasis, asimismo, afectó la noción cristiana de la trinidad y tuvo una impronta destacada en los primerizos pasos de la filosofía cristiana (como es patente en el caso de San Agustín, por ejemplo).

Hannah Arendt: ¿Qué queda? Queda la Lengua Materna (1964)





Maravillosa entrevista de Günter Gauss a Hannah Arendt en 1964, justo hace medio siglo. Un documento revelador del humor, la sagacidad y la tolerancia de una de las mentes más preclaras del siglo XX.

Plotino (III): ética y belleza, materia y hombre


Para no perderse en el mundo y seguir anclada en la prisión del cuerpo, el alma humana no debe olvidar su relación inicial con la tercera hipóstasis, de modo que triunfe sobre las pasiones y consiga que la racionalidad supere la irracionalidad que le es impuesta por el cuerpo material.

Esta alma personal no comprende realmente la Inteligencia; ésta no forma parte de aquella, sino que única está en nosotros, la poseemos, cuando la empleamos. Utilizándola, nos permite superar el pensamiento meramente discursivo, o racional, hasta alcanzar el intuitivo. La Inteligencia guía el alma y libera al hombre de las pasiones, con lo que puede éste ascender hasta reencontrarse con el Uno. Es un camino complejo que se configura en cuatro partes:

1) Practicar el bien y la virtud, liberándose de las pasiones viles.
2) Contemplar lo bello, proceso que nos permite dar el paso entre observar la mera belleza sensorial y la incorpórea. Cuando amamos la belleza, se nos manifiesta lo inteligible en la mera corporeidad, en lo sensible, lo cual nos conduce a…
3)… descubrir lo verdadero, porque, en efecto, dicha contemplación de lo bello nos dirige, en última instancia, al conocer lo verdadero, que es la función última de la filosofía. La filosofía no es un mero saber, sino una forma de vida que, correctamente orientada, permite contemplar las ideas en sí.
4) Todos los pasos previos llevan, finalmente, al cuarto y último, el privilegiado y de mayor perfección posible: el gozo del éxtasis, esto es, anular la propia personalidad fusionándose con el Uno-Dios.

Analicemos ahora (seguimos aquí el epígrafe de Salvador Mas dedicado a Plotino en su Historia de la Filosofía Antigua, UNED, Madrid, 2006) la cuestión de la materia con mayor detalle. Por descontado, la materia para Plotino es algo indeterminado, un no-ser, un agotamiento de la potencia del Uno, algo así como la “tiniebla que nace al esfumarse en sus últimos límites la luminosidad irradiada por una hoguera” (Enéidas, IV 3, 9); a continuación nos dice: “La materia no es ni Alma, ni Inteligencia, ni vida, ni razón, ni límite, sino ausencia de límite; no es tampoco potencia, porque ¿qué es lo que produce? Privada de estos caracteres, no puede llamársela Ser y sería más justo considerarla no-ser (III 6, 7).

¿En qué consiste, pues, la materia? No responde a lo que Empédocles llamó cuatro elementos, ni esa mezcla de todo en todo que nos dijo Anaxágoras; carece de cuerpo y no poseer magnitud ninguna (al contrario de lo que pensaban los estoicos) y, lo que dijo Aristóteles al respecto, según el cual la materia es ‘sujeto de privación’, tampoco le parece a Plotino adecuado; sería, más bien, privación absoluta, pura negatividad. Hay que recurrir a la descripción negativa: la materia es ilimitada e indeterminada, negación de toda forma, impasible e inactiva, indefinición pura y perenne relatividad. La materia, pues, es como un fantasma, oscuro, sombrío, algo sin consistencia ninguna.

La materia, en consecuencia, es un mal, por ser una privación, pero puesto que dicha materia es al unísono no-ser y una infinita relatividad, entiende Plotino que el mal, por sí mismo, no existe, sino que hay que entenderlo, concebirlo, en relación con el bien. Aunque obviamente sabía de las penurias y carencias del mundo (vicios, maldades, enfermedades, hambrunas, etc.), Plotino las vio como parte del Todo, y como algo “bueno” en el sentido de que deben jugar un papel para dicho Todo.

El mundo sensible tiene una doble cara. Toda vez que es una imagen necesario del modelo divino y perfecto, y dado que participa de éste modelo divino, el mundo sensible es algo bello y maravilloso. Plotino no desprecia el mundo; reconoce su valor, aun reducido al mínimo: “Así que la Razón Total se va aminorando a medida que se afana por acercarse a la materia, y el producto nacido de ella es más deficiente. ¡Fíjate a que distancia se encuentra el producto! Y, sin embargo, es una maravilla (III 3, 3, 30).

Sin embargo, por su otra cara el mundo sensible es tenebroso, porque es producto de la materia. Su ‘maldad’, que la posee, no es resultado de una cualidad devaluada, sino de carecer de toda cualidad. Tampoco es una fuerza negativa enfrentada a una positiva, sino que por su propia idiosincrasia es privación de todo lo positivo. Plotino compara la vileza de la vida mundana, sensorial y biológica, con la múltiple y universal: “¿Habrá alguien que viendo esta vida múltiple y universal, esta vida primera y única, no la abrace con todo su amor y desprecie a la vez cualquier otra vida? Todas las demás vidas, esas vidas que transcurren aquí abajo, no son más que vidas pequeñas y oscuras; son viles y carecen de pureza, y, más aún, manchan toda pureza. El que vuelva la vista hacia estas vidas no verá ya la vida pura, ni vivirá tampoco esta vida inteligible que comprende en sí todas las vidas y en la que nada hay que no viva (VI, 7, 15, 3 y ss.).

Entonces, nos podríamos preguntarnos, ¿por qué hay mundo?, ¿por qué el Uno-Dios no decidió perseverar en su soledad? ¿Por qué, en definitiva, hay multiplicidad si realmente sólo existe el Uno? Plotino acepta la propuesta que da Platón en su Timeo, según el cual la multiplicidad es consecuencia de la bondad infinita del Demiurgo, pero intenta explicarlo de este modo: “El Bien mismo debe, pues, permanecer fijo, mientras que todas las cosas [sensibles e inteligibles] deben volverse a él como el círculo al centro del que parten los radios (17, 1, 24). Y de ese principio [el Uno] van saliendo ya todas y cada una de las cosas […]. De él florecieron todas las cosas desarrollándose en una multiplicidad dividida, siendo cada una de ellas portadora de una imagen de dicha multiplicidad. Y, una vez venidas al mundo, una se puso en un sitio y otra en otro; unas se quedaron cerca de la raíz [las ideas, lo inteligible] y otras [lo sensible, la materia] se alejaron más y más  (III 3, 7, 10 y ss.). Quien genera, contempla y estructura la materia es el Alma.

Y, ¿qué hay respecto al hombre? Desde la perspectiva plotiniana, nosotros somos fundamentalmente alma pero, desde luego, también poseemos un componente material. Nos dice Plotino: “¿Somos acaso ese alma o lo que se aproxima a ella y es engendrada en el tiempo? Antes de nuestra generación nosotros nos encontrábamos en esta alma, unas veces como hombres y otras veces como dioses; éramos almas puras e inteligencias unidas a la totalidad del ser, partes, por tanto, de un mundo inteligible, ni separadas, ni cortadas, sino realmente pertenecientes a ese todo. Aun ahora no nos encontramos separados; a ese hombre inteligible que éramos nosotros se ha acercado otro hombre que desea existir y que nos ha encontrado. Porque no estábamos fuera del universo y de ahí que nos haya envuelto, uniéndose a ese hombre inteligible que era entonces cada uno de nosotros [...] Nos hemos convertido ya así en un acoplamiento de dos hombres […]; en ocasiones somos el hombre que se ha añadido últimamente, cuando el hombre primero deja de actuar y, en cierto sentido, no está siquiera presente (VI 4, 14).

¿Somos, pues, dos hombres en uno? Plotino no hablaría de “hombres” realmente, sino de dos almas, o, mejor aún (puesto que el alma es una y simple), de dos tipos o potencias de alma. Pero, para él, hay tres, no sólo dos. Por tanto, en nuestra alma persisten o cohabitan tres potencias. ¿Cuáles son?

La primera potencia del alma es la que se une con la Inteligencia; la segunda potencia es nuestro pensamiento discursivo (punto medio entre el mundo sensible y lo inteligible); por último, la tercera potencia es la que vivifica el cuerpo material.

Al principio nuestra alma se asociaba al Alma universal: conocía intuitiva y simultáneamente todo el contenido presente en la Inteligencia y, por medio de ella, descubrió el Bien mismo. Gozaba de un estado de felicidad absoluta y perfecta. Pero, si es así, ¿por qué motivo el alma bajó a los cuerpos, a la materia, a lo vil? Parece que responde a la infinita potencia del Uno: el Alma universal difunde toda su potencia a través del Alma del cosmos al universo en general; por lo tanto, a través de las almas particulares llegará dicha potencia a todos los vivientes particulares, entre los que cabe hallar al mismo hombre.

Pero hay dos culpas en el alma por haber bajado a lo corpóreo. Por un lado el alma individual quiere particularizarse, poseerse, evadirse del Alma universal; algo que Plotino entiende como un delito. La segunda culpa es más relevante, pues la bajada del alma es consecuencia de una ley universal que mueve a las almas particulares a unirse a sus cuerpos para cumplir funciones cósmicas: lo cual es, por así decir, comprensible; sin embargo, la segunda culpa es mucho más grave, y consta del olvido de sí misma, de su procedencia, y de la sumisión a las exigencias corporales. No puede haber peor mal que éste, toda vez que supone olvidarse del Uno-Dios.


Así, el alma individual se halla a medio camino entre los dos extremos de la realidad: por un lado, observa hacia lo bajo, mediante un movimiento instintivo y fatal; por otro, admira lo alto, lo elevado, y debe dirigirse hacia ello por un acto de libertad que le libera finalmente de las cadenas de lo corpóreo y sensible. Esta libertad, sin embargo, no es meramente una elección personal, sino el realizar su propio destino, hallarse a uno mismo y refundirse con el Absoluto. El hombre es él mismo cuando es libre y se libera, desprendiéndose de todo aquello que le impida o obstaculice unirse con el Absoluto.

5.1.15

Alcmeón de Crotona (y II)


Alcmeón intentó, asimismo, explicar el origen de los sentidos, pero sólo disponemos de un vago e impreciso texto de Teofrasto que no nos aclara mucho lo que debió pensar realmente Alcmeón: como nos dice Ángel Bernabé “parece que el oído se explica a partir de la asunción del vacío (quizá identificado con aire) en él, mientras que el olfato se concibe como un transporte directo de los olores al cerebro por medio de aire respirado. La vista es una refracción en el agua del ojo, si bien hay en ellos también fuego”. Sobre el tacto nada nos ha llegado, quizá porque no lo estudió Alcmeón.

Señala Jesús Mosterín que, quizás, “la aportación más importante de Alcmeón estriba en su claro reconocimiento del cerebro como sede de la vida intelectual del humán y como receptor último de las sensaciones visuales y auditivas”. Fue una idea que aceptaron tanto Demócrito como Hipócrates, pero Aristóteles la rechazó, y situó el centro de las sensaciones al corazón. Relacionado con ello hay otra característica del pensamiento de nuestro autor: la de diferenciar claramente entre sensación y pensamiento. Esto le diferenciaba de otros filósofos de su tiempo, como por ejemplo Empédocles, por ejemplo, que no los separaba. Con ello Alcmeón distinguía entre los hombres y los animales: los primeros sienten y “comprenden”, pero los primeros sólo sienten. Por otro lado, erró en atribuir al cerebro funciones que no le corresponden en absoluto, como la producción de esperma; en efecto, es lo que nos dice Aecio en sus Opiniones de los filósofos, cuando recogió que Alcmeón sostenía que la “simiente era una parte del cerebro”. También nos dijo nuestro filósofo, sigue anotando Aecio, que “el sueño se produce por la retirada de la sangre a las venas por las que fluye y que el despertar es una redifusión; la retirada total es la muerte”.

Respecto al alma, Alcmeón la considera inmortal. Emplea una analogía para justificarlo: los cuerpos celestes deben ser inmortales, toda vez que siguen y completan sus ciclos sin mermar ni envejecer, estando siempre en movimiento. Esta capacidad de moverse autónomo se debe a la existencia en ellos de un alma, tesis que será posteriormente elaborada y desarrollada por Platón en su Fedro (245c) así como en las Leyes (895e).

Los hombres, a diferencia de los astros, mueren. ¿Por qué? Porque, nos dice Alcmeón en una oscura y sucinta frase, “no pueden unir el principio y el fin”. ¿Qué significa esto? Posiblemente se pueda entender mejor, como nos explica Alberto Bernabé, si asumimos que “unir el principio y el fin” es lo mismo que hacer un movimiento circular, como el que realizan los cuerpos celestes. Sin embargo, esa clase de movimientos está fuera del alcance de los humanos, pues no pueden regresar a lo que fueron. Esta idea de unión entre el principio y el fin por medio del círculo es muy heraclíteana, y Alcmeón traslada esta noción de tiempo cíclico a la medicina: mantenerse vivo está supeditado a que todos los órganos se acoplen en un continuo; rota esa relación, llega la muerte.

Hay noticias, muy breves y escuetas, de otros intereses por parte de Alcmeón, como por ejemplo teorías astronómicas, que aunque recogían sus propias impresiones no parecen ser de excesiva originalidad. También estudió cuestiones naturalistas sobre animales, como cuando afirmó que “los muslos son estériles por la frialdad y levedad de su semen y que las mulas lo son porque el cuello de la matriz no se les abre”. Apenas nos queda el testimonio de cierta cita suya de carácter, por así decir, moral (“del enemigo es más fácil guardarse que del amigo”). Es bastante evidente que Alcmeón debió meditar y escribir más sobre estas cuestiones, pero casi nada más nos ha llegado.


Quizá no haya mejor manera de sintetizar la figura de Alcmeón que como lo hace Alberto Bernabé: “En suma, Alcmeón muestra una visión unitaria de la realidad como un todo coherente en el que los procesos estásn interrelacionados y son análogos. Ejemplos de esta actitud son su contraposición entre el movimiento dfe los astros y el de la vida humana, la relación del crecimiento del vello juvenil y la formación del semen con el florecimiento y el fruto de los árboles, o su concepción de la salud como igualdad de poder de las fuerzas, frente al reinado de una sola, que se manifiesta con un vocabulario (griego, isonomía y monarquía) habitualmente utilizado en política, con el que se asimila el equilibrio del cuerpo con el equilibrio social de la ciudad. Un espíritu, pues, positivo, consciente de sus limitaciones, pero al mismo tiempo abierto y totalizador. Su importancia para la posteridad fue decisiva: influyó de forma muy notable sobre la escuela hipocrática y sobre el propio Aristóteles […] que en muchos temas lo sigue de cerca”.

Los magos o la verdad


¿Tuvieron nuestros padres derecho a mentirnos acerca de los Reyes Magos? Hoy, precisamente, millones de niños serán engañados cuando reciban sus regalos, creyendo que fueron aquellos tres quienes se los trajeron cuando, obviamente, no es el caso. ¿Puede y debe la verdad estar por encima de todo? ¿Compensa, para el niño, creer en algo así, o es más bien algo que hacen los adultos para ver en sus hijos la inocencia y la ingenuidad que ya han perdido? Y, si es así, ¿están legitimados los padres para ello o deberíamos sancionar su comportamiento?

Podemos partir de la noción del “beneficio” para el niño. Es patente que, como a todos nos sucede, creer en los Reyes Magos (o en Papá Noel o en otro sucedáneo similar) cuando somos unos críos nos llena de emoción y de felicidad. Es verdaderamente mágico ese instante de llegar a casa, abrir la puerta de la habitación y contemplar los regalos encima de la cama, o dondequiera que los coloquen los mayores. Todo es una falsa, sí, pero para el niño es muy emocionante y satisfactorio, y se siente dichoso por cuanto se han acordado de él los tres Reyes y le han traído lo que él tanto deseaba (o algo similar).

Recuerdo mi propia experiencia, año tras año, y no puedo más que maravillarme por cómo vivía aquellos días previos, excitado y ansioso; era tan deliciosa, aquella época, que constituía en parte un motivo de bienestar especial para el resto del año. Quizá no es tan hondo el impacto hoy, cuando se hacen regalos a los niños muy a menudo, pero en mis tiempos (hablo de unos 25 años atrás) la Navidad constituía la fecha base para recibirlos, junto con el cumpleaños. De modo que se trataba de días de especial emotividad. ¿Qué pasó cuando descubrí que no eran los Reyes Magos quienes se bebían la leche ni se zampaban las galletas, o que los pobres camellos no transportaban los juguetes sino que, en realidad, habían sido comprados y pagados por aquellos con quienes yo vivía? Tristeza y decepción, sí. También se esfumó la imagen de que mis padres siempre me decían la verdad, pero mi confianza en ellos no disminuyó, sino que no entendí los motivos de que actuaran de semejante manera (quizá porque ya tenía diez o once años, creo recordar, cuando descubrí el “fraude”; siempre fui muy ingenuo...).

Cada caso es único y particular, desde luego, pero en el mío no tengo dudas: me compensó ampliamente la dicha navideña ante la promesa de los regalos ansiados frente a aquel instante de amargura. Y, cuando se destapó la verdad, no experimenté resentimiento ninguno hacia mis padres, sino que quise intentar comprender por qué lo hicieron, como digo.

¿Es dañina una mentira como la de los Reyes Magos? Lo es, en el sentido de que no deberíamos mentir a nuestros hijos. Hay quien piensa que estamos en la obligación de no convencerlos de que hay cosas falsas o absurdas. Según esta postura, aunque el niño sienta alegría ante una farsa ello no es razón para inculcarle falsedad; también hay muchas creencias que harían feliz a una persona si creyera en su realidad (por ejemplo, que es la persona más hermosa o lista del mundo, que la muerte no existe, etc.). Probablemente quienes creen así otorgan un valor muy alto a la racionalidad, a la introducción en la vida de sus hijos de una “barrera” que separe lo que tiene sentido de lo que no. La racionalidad no debe devaluarse, no debe mezclarse o diluirse en el medio de lo fantástico, por lo que les dicen a sus hijos la verdad a poco que ellos pregunten.

Quienes así piensan (por ejemplo, Louise Antony, en ¿Qué diría Sócrates hoy?, Alexander George [rev.], Temas de Hoy, Madrid, 2008), sostienen que no es necesario que los niños crean en Papá Noel (o los Reyes Magos), para experimentar alegría; también pueden sentirla, dice ella, gracias a simular que existe Papá Noel, como disfrutan la simulación de que la gallina Caponata o Superman existen. Pero, entonces, se trata de engaños de grado, porque todos ellos no existen, y no veo qué mejora hay en que crean simulaciones de engaños y no los engaños, directamente. Para mí, la gallina Capotana existía, no como un simulacro... sino como la verdadera gallina Caponata. Puede parecer absurdo, que yo mismo tuviera como real algo así, pero cuando uno es niño aún no tiene desarrolladas sus facultades plenas para discernir ambos reinos, el de la existencia efectiva y el de la irrealidad. Precisamente por ello, de igual modo, o de hecho con más propiedad aún, existían para mí Superman y los Reyes Magos. Todos iban dentro del mismo paquete, del mismo círculo existencial, por así decir.

Anthony arriesga la hipótesis de que, cuando mentimos a los niños respecto a estos temas, no lo hacemos en pro de su alegría, sino en la nuestra. Porque somos nosotros, los adultos o los padres, quienes disfrutamos de que nuestros retoños sean tan inocentes y candorosos que se crean cualquier cosa que se les diga. Esta tesis me parece incorrecta; si bien es cierto que sentimos placer cuando vemos a los niños contentos y dichosos, no es así porque ellos creen lo que nosotros les decimos sin sospechar, sino porque, en mi opinión, con su alegría y felicidad volvemos a ser nosotros niños, volvemos a revivir, a través de ellos, aquel mundo mágico que ya no existe de ninguna manera. No es que utilicemos a nuestros propios hijos en beneficio egoísta para recuperar esas sensaciones, sino que vemos bien engañarles, decirles una mentira, porque sabemos (o sospechamos, o queremos creer) que ellos saldrán ganando con esa experiencia. Creo que, si rememoramos lo que vivimos con cierto análisis, y si pudiéramos recordar con detalle lo que sentíamos, estaríamos tentados de perpetuar esa mentira para nuestros hijos. Muy probablemente, igual que nos pasó a nosotros, para ellos valdrá la pena.

Sospecho que una infancia librada del componente mágico, eximida de las experiencias placenteras que lo no-real proporciona, y aunque cuando toque conocer la verdad ésta produzca cierto desamparo momentáneo posterior, una infancia así, digo, sospecho que es quizá más fría, menos rica y menos provechosa para el niño. Se trata de vivencias que nos ayudan a crecer, o que al menos no dañan el proceso de crecimiento. No se puede contar toda la verdad, el niño o la niña ya tendrán tiempo, más adelante, de descubrir por sí mismos la terrible realidad del mundo que les rodea. Si contamos al niño toda la verdad, en efecto, también deberemos narrarle, si sus preguntas a ello nos llevan, todo el horror que existe: la malnutrición de los niños, el hambre, la violencia, la enfermedad, el asesinato, la muerte injusta, el dolor y el sufrimiento que infringimos a nuestros semejantes y a los animales, etc. ¿Vamos a hacerlo? ¿Llenaremos la existencia de nuestros hijos con esas desgracias o dejaremos que, con la edad, tomen conciencia de ello y lo descubran por sí mismos?

Fue triste saber que los Reyes Magos no eran más que un mito. Sí, desde luego, lo fue. Y, sobretodo, puede serlo aún más si, como sucede en algunos casos, tus compañeros de clase, despechados y enojados al conocerla, deciden hacértelo ver con crueldad, pero los años previos en los que dura ese hechizo tienen, me parece, un efecto enriquecedor. No guardo rencor ninguno a mis padres porque me mintieran por ello. Creo que hicieron lo correcto, y que la verdad, en cualquiera de sus formas, irá llegando a la vida del niño cuando tenga que llegar. No antepongo la racionalidad a la vida ilusionada, inocente y candorosa de un niño, así como tampoco antepongo ésta última a aquella cuando el niño ya es adulto. Todo tiene su tiempo. Y su maduración. Dejemos a los niños que fluyan en un mundo donde lo portentoso anida, aunque sea una mentira.

Lo importante es ser digno de su confianza, no en estos temas, sino en lo que de verdad importan. La verdad es relevante, desde luego, pero mucho más lo son el amor, el afecto, el cuidado y la educación que un niño y una niña necesitan para que, en el futuro, sean ciudadanos tolerantes, abiertos y críticos. Y, creer en los Reyes Magos cuando somos unos críos, no obstaculiza, en modo alguno, esta pretensión.

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